Ramblas sin oxidar

Demasiado adulto para saltar por los balcones, le robo a mi juventud ideas aplazadas de tormentas que parecían infinitas. Demasiado cansado para huir del tedio, me abrazan ideas recurrentes que no tienen forma, palabras que nacen muertas, e ideas inútiles que se suicidan. Indultado de culpas que creía mías, alargo las frases buscando respuestas, rasgando recuerdos borrosos de talentos perdidos, obligándome a mirar al abismo y a seducir al vacío contraproducente de mi mortalidad.

Obsesivo, reconstruyo una a una las figuras desdibujadas de mis cuentos de hadas. Descompuestos por el desuso, intento traer de nuevo al papel a todos los cuerpos invisibles de los que alguna vez me enamoré. Desesperado, disparo al espejo, pero ya no queda nadie aquí.

Soy los besos de los personajes transmutados de mis fantasías. Un embustero sin audiencia, enfrentado a una reputación que, como premio de consolación, me regaló la valentía. Soy todo lo que escribí en los insoportables dolores de cabeza, aquellas páginas que vomité con rabia cuando las pastillas adornaron la mesa, y todo el veneno que escupí con olor a cerveza cuando traté de escribir una epopeya sin héroes mendigando amor.

Quisiera dar un par de pasos hacia atrás, al menos en los sueños más profundos, que me duren un segundo, que me alarguen los minutos cada día para dormir sin cargas. Quisiera mentirle a todo lo vivo, buscar en los muertos la fuerza faltante para vivir.

Demasiado joven para cualquier retiro, busco razones para olvidar que existo, y escucho el viento melifluo, aún en la tormenta.

Escucho voces elocuentes y efímeras. Me susurran tranquilas y cálidas, con la promesa de acariciarme el alma escondida entre los huesos. Hablan entre ellas, a veces sobre mí, a veces del mundo, en un jugueteo constante donde solamente puedo ser espectador. Absortas en una conversación exquisita, cada palabra inefable que logro atrapar se acompaña de canciones escondidas, de intenciones grises y de coros lejanos, solo perceptibles en el abrigo del silencio de mis párpados cerrados.

Intento esquivar sus palabras precisas y defenderme, pobremente, de sus razonables sugerencias y sus consonantes desnudas. Me incitan un miedo profundo y seductor, un delirio que me mancha el pecho y que me arrastra a un abismo construido solo para mí.

Buscando en los viejos amores rotos y en las cristalinas memorias que parecen perfectas, tarde me doy cuenta de que ya no existo. Que mis palabras ahora maduras, casi acarician el sabor dulzón de lo que promete pudrirse, y que las voces, siempre han estado ahí.

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