Luces recurrentes para gymnopédies

Ya no existen para mí paredes blancas esperando a llenarse de color, ni encuentro arreglo posible para el abandono. Las puertas semiabiertas, desnudan inquietas una habitación cansada de construcciones sin terminar y al escuchar los golpes secos de las ventanas rotas, avanzo obstinado demoliendo la ausencia premonitoria de sus preguntas.

Dejaron de existir las formas de las nubes en mis ojos y ahora están cargadas de lluvia, extinguiéndose bajo la luz de una estrella. Todo se esconde frente a mí y huye la luna tras el alumbrado eléctrico, negándose a extrañar lo invisible, transmutando la noche en palabras que no tienen lugar.

No encuentro en este desastre los dibujos inacabados en acuarela, ni la agenda de viajes en desuso y empolvada. Se esfumó también el estruendo de los vidrios, el grito distinguible del rencor, lamentándose como pólvora húmeda que no puede estallar.

Caminando lento todo se aleja, desaparecen las preguntas inútiles y las respuestas exactas. Pero el eco redundante del constante olvido se niega a morir, porque en la entrada de mi casa abandonada, los golpes que anuncian su llegada sueltan de las páginas las palabras que adornan los libros que nunca leí.

Se esconden en los títulos enunciativos las metáforas incorrectas, perdiéndose en las segundas partes, zanjando los errores y asesinando la imaginación.

Se van los colores de las mejillas, se queda el frío que me toma desprevenido.

Se van los zapatos rotos de excesos, en busca de la sencillez del ocaso moribundo en el cadáver de la vida.

Se quedan estáticas las expectativas condecoradas de silencio, se quedan los túmulos inmensos del ayer que no soportan un mañana.

Se queda la ausencia del presente, los objetivos perforados y perdiendo aceite.

Se quedan las escapadas interrumpidas y la melancolía venenosa de lo que pudo pasar.

Y toda la tierra a mi alrededor se hunde mientras pretendo capturar las astillas invisibles de las ruinas. Intento detener lo que he puesto en marcha, resanar las grietas que pudren las despedidas, detener en la esperanza del engaño el avance agrio de la realidad.

Pero lo irreparable de la vida pesa en los callejones sin salida, en los puntos finales que no dejan cabida para el posterior suspenso. Pesa allí donde detengo las manecillas del reloj esperando detener el tiempo y en los poderes inservibles que resuenan insoportables, en la pérdida evidente del control que nunca tuve.

Ya no existe el miedo, pero el valor no llegó a remplazarlo. Se queda lo innecesario liderando lo perdido, cazando los días sin voluntad y devorando las horas que ya no tienen sentido.

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