Monólogo o retrospectiva

 A veces golpean de improvisto las metáforas centrales de la vida, bailando con la entropía. Como un suicida que se topa de improvisto con su reflejo en el metal pulido, seduciendo al infinito encuentro una imagen borrosa del camino a casa. A veces advierto un pensamiento encallado por la fuerza del viento y la melancolía, a veces olvido el olor de una montaña que me recuerda la cordillera, y a veces en el espejo, un rostro irreconocible me dice en un acento olvidado que en las orillas del rio a veces huele a café.

A veces los instantes no bastan para honrar un recuerdo, pero en un ritual desconocido encuentro razones de sobra, aunque a veces falte el valor. Y en las calles, a veces las luces nocturnas iluminan en el mismo tono amarillo, otrora triste y olvidado, peligroso y esquivo.

De repente soy inmaterial y me atraviesa el tiempo. Estoy en la casa eternamente rentada de mis padres, en el sofá de cuero café, deshilando un cojín que ha mordido un perro, mi perro, todos los perros. Y huele a café tostado, a pan quemado y a resignación.

A veces se me llenan los pulmones de un amor roído y amenaza el pecho con explotar. A veces vomito el pasado, reescribiendo escenas, repasando errores. Me detengo en la mitad de una diatriba dirigida al cielo, intentando entender, cómo la ciudad de los horrores pudo ser hermosa, dónde se escondía la libertad en aquellos tiempos, siempre esquiva, tan presente, tan indiscutiblemente ligada a las cadenas que marcaban el ritmo de aquella prisión. 

Han pasado dos décadas y estoy en una casa diferente, en una ciudad diferente, intentando hacer magia con la perspectiva, escabulléndome entre los traumas enraizados en la espina dorsal, buscando el tono gris con el que pintábamos al anochecer la luna.

Aún escucho, en el odio de la memoria que no sabe de distancias, las llaves de mi padre chocando con la puerta de latón y no puedo evitar sentir de nuevo la electrificante sacudida en los músculos, el infinito flujo de emociones, el tedio, el miedo, la rabia, la desazón, la ira, la tristeza, la esperanza, el desespero.

Aún veo las luces amarillas chocando con las paredes blancas.

Aún huelo el chocolate en pasta recién hecho.

Aún tengo los audífonos puestos, fingiendo invisibilidad.

A veces las madrugadas se parecen, los silencios se asemejan, las lloviznas se sienten igual.

A veces aparece en las sombras el adolescente, vestido con retazos de vidas pasadas unidas con hilos de doble uso. Lleva prendas sin dueño, raídas del uso constante, desesperadas por anclar en el asfalto una identidad.

A veces ese adolescente está impregnado de rabia, recogiendo trozos de cuero gastados y botellas a medio beber, jugando a ser inmortal, buscando límites en una bastedad de concreto.

A veces el adolescente soy yo, y todo yo represento una metáfora sintiente de un camino sin direcciones. En la búsqueda violenta de un sentido de vida, me transmuto en todo lo que pudo ser, en las decisiones vitales, en los momentos concretos, esquivando las muertes y las vidas que pudieron ser.

Entonces estoy de nuevo allí, en un pasado inconcreto. Me recuerdo salvajemente aturdido por el Moscatel barato, buscando aplacar los sinsabores emocionales con cigarros. Siento una vez más la profundidad de las relaciones inmensamente pasionales, escazas, fugaces, que casi apenadas de existir y desnudas de herramientas para cubrirse de la intemperie del olvido, yacen unas con otras en el cementerio anónimo que acompaña una lista desordenada de nombres a medio anotar.

 

A veces, en esas madrugadas atemporales, recuerdo las botas de punta de acero que usé. Botas gastadas, remendadas, repletas de revoluciones impersonales y estandartes rutilantes que a veces eran mezquinos y malvados, y a veces bondadosos y esperanzadores.

 

Recuerdo reír estruendosamente sin entender las bromas, embriagado de la comodidad que brinda la ignorancia decorada de silencio. Recuerdo llorar sin empatía, escondiendo a veces la melancolía de lágrimas genuinas, más incomprendidas y peligrosas.

 

Pero por encima de todo, recuerdo besar con fuerza, queriendo arrancarles a los labios de cualquiera un deseo constante por sobrevivir.

 

Besar esperando que el mundo acabase, casi confundiendo al amor con la saliva entremezclada y con la ambigüedad adolescente del capricho. Besar cada noche a cualquiera, ser cada noche un cualquiera más. Besar rabiosamente, indefinidamente, casi torpemente, pero sin parar.

 

Recuerdo las noches azuladas, las bombillas amarillas y el cemento empapado por la lluvia. El frio que sin resistencia se colaba en los huesos por los remiendos de la tela. Recuerdo el paso de las horas, más que las horas mismas, durante todos esos años en todas esas noches.

 

Pensaba entonces que la vida se definía en las madrugadas, y tal vez sea cierto. 

 

La madrugada, como marco interpretativo de la vida.

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