Movimiento.
Cuando calló la última hoja del árbol ya no había verde, ni
café, ni blanco; no había sonidos estorbosos ni pensamientos repentinos. El viento,
pesado en su rapidez indiferente apenas podía tocar las mejillas rojas por el
frío que se esforzaban por mantenerse quietas mientras el cuerpo, como
revelándose, temblaba de vez en cuando. Primero el dedo medio de la mano
derecha, luego el hombro izquierdo, la espalda, una pierna, el pecho, los
párpados; cada parte se estremecía independiente, rebelde, fugaz y obstinada de
la muerte que representaba la quietud.
Quería que su cuerpo fuera un espejo burlesco del movimiento
infinito del mundo, de la rapidez del tiempo y la falta de estática en los ojos
de los demás. Tenía la plena certeza de que solo en la completa falta de
movimiento se escucharía gritando sin necesidad de mover los labios y
entendería esa virtud que la gente había llamado amor y que ella conocía como
tristeza. Estaba cansada, hastiada de la repetida serie de pasos que no
llevaban a ningún lugar, del esfuerzo de cada músculo del rostro para hacer un
sonido y mostrar una expresión, de los saltos bajos llenos de alegría momentánea,
de los pechos que se contraen para respirar y de los párpados que no se
detenían frente a nada.
Estaba harta del hormigueo de las calles, de las luces
parpadeantes y de los autos que cambiaban de carril sin motivo alguno, de las
ruedas que movían viajes cortos, miserables, absolutos en su falta de
espontaneidad. De las gotas suicidas que se estrellaban contra el piso, del
polvo infesto que invade el cuerpo, de las largas cañerías de transportan la
silenciosa intimidad humana de la mierda y los defectos maquillados que
arrojamos al mar. Estaba hastiada del río de sangre que le corría entre los
músculos, de las sonrisas robadas que ya no podía replicar.
Tenía carrera cursada en intentos fallidos y en ritmos
inválidos porque nunca había podido seguirle el paso ni siquiera a sus propios
pies. Sentía su cuerpo corriendo lejos de ella, se sentía gateando, impedida de
aprender a caminar; había entendido el miedo humano a quedarse quieto, la fobia
generalizada al No-movimiento como si
fuese peor que la muerte, una calamidad, un mal augurio. Se había acomodado al
desmayo continuo que representaban sus ojos y la profundidad de su mirada que
al no querer moverse, se centraba horas en un solo punto, como si el resto del
mundo no quisiera existir entre sus dos agujeros infinitos que se expandían y
contraían según la excitación que producía el objeto de su atención; como una
vagina inmaculada en el rostro, pero que generaba más placer. Con el sexo no se
sintió nunca bien, naturalmente el tedio inmortalizado en una penetración de
continuidad aparente le parecía desbordado, molesto, ajeno a su interés.
Los movimientos involuntarios cada vez eran menores, su
cuerpo ya dejaba de estremecerse por el dolor y el cansancio producido por el
frío. Se concentraba cada vez más en menguar su instinto, en no sobrevivir, en
ocupar sus fuerzas restantes en dejar morir el cuerpo, en mantener los ojos
abiertos y disfrutar de los segundos que acentuaban la quietud y el silencio.
Estaba hundida entre la nieve y lo único que veía era un árbol seco y sin
gracia con una única hoja tambaleándose con el viento mientras amenazaba con
abandonar su ya deshabitado y triste hogar.
Sintió sus pulmones detenerse, sintió el No-sentir de la muerte y vio como caía
la hoja lentamente, como disfrutando su inevitable declive. Era una despedida,
una última movida, una imagen eterna entre su placer eterno de dejarse ir, de no quedarse en un mundo que no se detiene,
del cual nunca se quiso agarrar. Nadie
notó la escultura en el hielo, la minúscula montaña de nieve, nadie notó la
hoja, ni la ausencia, ni lo bello, ni lo quieto. Nadie se detuvo porque no
había tiempo, porque hay que tener ritmo y en esta carrera de la vida cuidado nos
alcanza la quietud, la estática que tanto molesta, el aburrimiento que nos
obliga a despertar.
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