Movimento
La mitad de las cosas que sentía cambiaron al abrir los ojos
la mañana de tranquilidad póstuma a la tormenta; no sentía dolor alguno y aun
así una sensación extraña le mandaba corrientazos paulatinos desde el cuero
cabelludo hasta el ombligo. Todo seguía igual, no le faltaba ninguna parte del
cuerpo, su aspecto, a excepción de las ojeras seguía exactamente igual; la
gente se levantaba, comía, caminaba y seguía sin siquiera percatarse de lo que
había sucedido.
La verdad es que esperaba encontrarse con un mundo oscuro
que llorara su pérdida, intentaba pintar el paisaje de gris por completo y
reflejar en el rostro de cada ser humano la tristeza y la humillación que
sentía. Intentaba, sin ningún efecto, imaginarse cómo los edificios de concreto
caían lentamente al vacío mientras los autos se detenían por completo frente a
la avalancha de nostalgia que cargaba en la espalda.
Pero así no fue, el sol siguió saliendo y detrás de él la
luna y las estrellas. Todo seguía ahí, como una mofa insulsa y persistente; todos
estaban, menos ella, menos él. Llevaba la procesión por dentro y sentía como
detrás de las costillas mil pasos iban aplastando hora tras hora cada una de
sus ganas de seguir, cada sonrisa, cada esfuerzo, cada aliento que tercamente
quería levantarlo. Se sentía débil, movible, líquido y absolutamente desubicado;
había saltado a un vacío sin conocer las causas ni las consecuencias y ahora no
entendía ni cómo ni por qué la realidad se desvanecía poco a poco ante sus ojos.
Seguramente eso fue lo más complejo, lo más duro y cruel. La
dualidad latente entre un mundo inquebrantable que continúa y un alma casi
muerta que se apega a recuerdos disolubles y cortantes, recuerdos, que con el
paso del tiempo se van despegando del espacio, de la realidad; se van
convirtiendo en anhelos míticos sin precedente, en cadenas pesadas para la
mente, para los párpados, y para todo aquello que viene después del fin.
No murió a pesar de las horas en vela, del sudor constante y
las venas manchadas. No pudo detenerse entre una brisa eterna ni se mantuvo
estático en las inmanentes manecillas del reloj. Entendió, al abrir los ojos
mucho tiempo después, la metáfora del
movimiento, y se acercó a la ventana listo, ligero, habiendo dejado todo atrás.
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