Pequeñas Catástrofes

Incapaz de trascender más allá de las ventanas, mi mayor tesoro es la luz del sol que se raciona en las mañanas, cuando el frio golpea el suelo de los balcones en las casas cerradas del mundo. Todos los muros me parecen delgados y casi quebrados, pero impenetrables; todas las puertas se maquillan abiertas y sin cerraduras, aun así, herméticas por obviedad.

Estoy frenado en el tiempo, detenido entre la velocidad automática de la vida y las inquietudes que subyacen a las cosas excepcionales que no me pertenecen. Todo parece estar afuera, casi inquebrantable, pero encuentro que el mundo es tan pequeño como mi cama, cómodo, extenuante, extravagante e infinito sólo para mí. 

El dolor en la espalda a veces me llega al alma, y las ansias vacías, a veces compartidas de volver, ya no me pertenecen, como si flotara. Todo parece detenerse, ralentizarse al menos. Y la realidad se agrieta en las pantallas de litio y parece distante, con miedo. 

Me vínculo con los sueños nublosos de las madrugadas en vela, matando el tiempo de los relojes desempleados, burlándome de las horas que ya no tengo que contar. Burlándome de la dificultad del reencuentro con el reflejo, de la náusea que se siente al soportar el propio peso y el roce constante de la piel; sonriéndole a la rueda gigante del mundo que se detiene, y a las minúsculas señales de locura que acabo por fingir. 

Para mí, todo se reduce, se simplifica, aunque a veces sienta un malestar lento y constante, que no aumenta con el tiempo ni disminuye con la aurora. Una punzada miniatura que se mueve por el cuerpo, acaparándome los nervios, ayudándome a habitar mi espacio, mi vida. 

La quietud silenciosa me recuerda la fragilidad de lo cotidiano cuando choca con lo impredecible, dándome lecciones sordas sobre la minúscula capacidad de acción del animal mayor, del animal ególatra. Para mí ya nada tiene importancia, aunque nunca la tuviese. Ya nada es urgente, porque nunca lo fue. 

Humilde, me muevo centímetro a centímetro en el terreno plano de una habitación de paso, acercándome a lo que no me pertenece, disfrutando de la oblicuidad de las catástrofes pequeñas. Desencajo el cielo que ahora mide tres metros, y sin necesidad de mapas me muevo al otro extremo del mundo, cruzando la esquina. 

Según el día, aprendo entusiasmado dos o tres cosas inútiles, o desaprendo lo útil conscientemente para reducir las exigencias invisibles que se mantienen inmóviles. Según la hora, sueño despierto con las grietas que se ensanchan en las cosas importantes, las veo caer como grandes vencidas, humilladas casi en la urgencia detenida por el tiempo. 

Según mi ánimo, dejo caer por el balcón las cenizas de lo postergado - ¡Que se jodan! – les grito, y me acuesto a dormir. Espero el final sin esperarlo tanto, porque nunca estuve en el inicio, y el desenlace se me antoja poco original.  

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