Aroma (II)
Aparece de repente, frecuentemente y sin invitación. Como si fuese una idea cansada de las vueltas propias de la rumiación, se asienta en el rincón más alejado de la cabeza con la intención de pasar desapercibido, pero fracasa miserablemente. En los mismos rincones donde reposan las filosas memorias de los malos tiempos, se desfigura indeciso entre la invasión y la coexistencia. Conoce bien los riesgos de hacerse plenamente presente y le rehuye a la aparatosa cadena de acontecimientos que se desligan de los ataques de pánico que me provoca.
Está en mi cabeza, únicamente, aunque no sé por qué.
Se mantiene sin nombre, sin una hoja de ruta concisa, negándose a tomar forma y dejarse aprisionar. Lo siento en la piel, correteando como una pulsación, engañando a los demás sentidos. A veces denso, personifica una bruma que cubre los ojos desde adentro, como un homúnculo perverso que quiere cegarme. A veces sutil, simula estar fuera, susurrando desde la habitación contigua un poema indescifrable y repetitivo. Otrora fuerte, estropeaba las comidas con el sabor metalizado del mercurio y el dulzón amargo de la basura bajo el sol.
Día tras día, se va sintiendo en casa, ocupa espacios. De observar las tareas cotidianas, pasa a leer los pensamientos recurrentes y de alimentar el cansancio que acumulan los días, termina desempolvando asuntos zanjados, como queriendo jugar a reconstruir situaciones cuidadosamente enterradas.
Con la confianza que le otorgan los días que pasa recorriendo los cuatro lóbulos, se vuelve descuidado y en las mañanas revienta contra mi nariz. Justo en el filo de la vigilia del primer instante del día, se abalanza como una corriente de viento que se cuela por las ventanas en un coche que va a toda velocidad.
Empieza a propagarse por los pulmones, haciendo pesada una respiración ya castigada por el tabaquismo itinerante. Desde allí, capitaliza el pecho y se aferra a las costillas, abrazándome con la fuerza necesaria para que note su presencia, pero cuidándose de no invalidar ningún movimiento.
Sabe que no puede asfixiarme, sé muy bien que no puedo deshacerme de él, y el empate técnico acentúa la molestia que esconde una simbiosis patética. Con la cabeza repleta de sus pisadas y el pecho hinchado, puede ahora desgarrar con violencia el estómago, y lo hace sin pensar.
Vienen las náuseas, viene el silencio, viene ese aroma particular.
No emana de ningún lugar ni se asienta en ningún objeto. No está dentro de mi nariz por mucho que hurgue en ella y no brota de mi piel. No es un aroma particularmente fétido, e incluso, por momentos, pareciese un perfume agradable, aunque lleve consigo una pesadez tóxica que previene.
A veces lo imagino como una sombra trepando las paredes o como una máquina del tiempo que no logro echar a andar. ¿Me recuerda algo? - No lo sé. A veces se asemeja a un diamante incrustado en un torso color violeta que vuela embriagado de belleza, a un ícaro precavido que prefiere volar bajo.
Jugueteamos juntos con el suicidio a bocanadas, correteando ansiosamente por las soluciones fáciles. Eternamente abrumados el uno por el otro, disfrutamos el descenso inalterable de una derrota conjunta. En la cúspide de la metamorfosis a la que me empuja, se parece al aroma de la luna, incalculable. Es su brillo reflectante en la bóveda celeste. Es un aroma condenado a sentirse y escucharse a través de mis palabras, condenado a un idioma limitante y extraño.
Lo compadezco por tener que atormentarme. Lo he visto ser paciente, hacerse infinito; lo he visto a regañadientes retirándose al olvido. Lo he visto suicidarse, encontrándose inmortal.
Al hacerse grande, puedo despistarlo, y por instantes saboreo una paz quebradiza y maliciosa, pero no tarda en arremeter y asentarse en la tempestad. Condenados a un ciclo ridículo de obviedades, las náuseas se transmutan y vomito poemas que apestan a autoengaños.
Ahora no está en mi cabeza, sino afuera, rodeándolo todo. Paradójicamente, mi cuerpo ya no es suficiente. Se irrita y me golpea, pero huye.
Sé que volverá empequeñecido, ese aroma metálico que se asienta detrás de la cabeza.
Me engañaría al decir que no lo espero de vuelta, aunque lo deteste. Tal vez algún día ese aroma me asfixie, cierre con fuerza sus inexistentes puños en mis costillas, colapse mis pulmones y descubra horrorizado el sabor a sangre que le impregna.
Sabrá entonces que son suyos todos los huesos y todo el cuerpo que sustenta una existencia que lo ata irremediablemente al mundo, y se rendirá.
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