La mente en blanco
Hace poco, en una de mis madrugadas, porque sí, son mías, decidí que quería tener la mente en blanco, abandonarme de todo y sentarme a verme morir uno poco antes de prender un cigarrillo, de sentir el humo. Tuve la necesidad de silencio como hace mucho no la tenía; la falta de fuerza para soportar mi propio enojo se juntó con mis ganas de no poseer absolutamente nada, ni siquiera a mí mismo. Quería no tener que soportarme, que verme, que olerme, quería arrancarle un segundo a mi vida y botarlo lejos en forma de protesta contra el condenado tiempo que pasa desprevenido por mis retinas, llenando de polvo todo lo que veo, secando las lágrimas que suelto, borrando las sonrisas, mis alegrías. En esa misma madrugada noté mi incapacidad para detenerme sobre mí mismo, girar sobre mi propio eje y saberme estático y en paz. Sentí la inexorable y castrada memoria que me viola en las noches, la falta de agujeros en la madriguera del conejo para hundirme un poco más, pero sobre todo, ahí senta...