La mente en blanco

Hace poco, en una de mis madrugadas, porque sí, son mías, decidí que quería tener la mente en blanco, abandonarme de todo y sentarme a verme morir uno poco antes de prender un cigarrillo, de sentir el humo. Tuve la necesidad de silencio como hace mucho no la tenía; la falta de fuerza para soportar mi propio enojo se juntó con mis ganas de no poseer absolutamente nada, ni siquiera a mí mismo. Quería no tener que soportarme, que verme, que olerme, quería arrancarle un segundo a mi vida y botarlo lejos en forma de protesta contra el condenado tiempo que pasa desprevenido por mis retinas, llenando de polvo todo lo que veo, secando las lágrimas que suelto, borrando las sonrisas, mis alegrías.

En esa misma madrugada noté mi incapacidad para detenerme sobre mí mismo, girar sobre mi propio eje y saberme estático y en paz. Sentí la inexorable y castrada memoria que me viola en las noches, la falta de agujeros en la madriguera del conejo para hundirme un poco más, pero sobre todo, ahí sentado en la madrugada, descubrí cuando fue la última vez que tuve la mente en blanco.

Fue un día que me escapé de mí mismo y traicioné hasta mi colección de libros, entendiendo pasada la noche que los libros tal como las mujeres, no pueden guardarse en estanterías ni organizarse de ninguna forma, que cada uno ya está guardado dentro de su propia portada y mantiene su orden exacto tal y como prefiere. Fue un día que ya era de noche, un día al que se le había acabado la luz propia y en el que tuve que buscar colores prestados en el fondo de la lengua de una señorita que no repetía más que incoherencias, una señorita que repartía trozos de vidrios malditos que enamoraban mientras cortaban las venas más fuertes que alguna vez pude tener.

Mi mente en blanco fue concebida por mi nerviosismo y su desilusión frente a la vida, por mis ganas condescendientes de alagarle el alma sin humillarme demasiado, por sus preguntas sin respuesta y sus arrepentimientos venideros. Mi mente en blanco fue concluida por los puntos suspensivos que se suicidaron uno a uno dejando solo el punto final, por el instante mismo al terminar un beso donde no se distingue la propia saliva, ni se puede reclamar como propio un solo centímetro de la piel;  concluida también por una sonrisa culposa, un tembleque inexperto  y una barbilla húmeda, un silencio perfecto que no necesitaba más compañía que nuestras palabras ahogadas, sin pronunciar.

Sé que en ese momento  pasaron apenas segundos largos, minutos cortos, una vida entera y un dolor inmenso por el comienzo, que presagia la terminación sin refrendas ni alargues de una relación de pesos muertos que se caen al vacío. Sé que en ese momento se sentía plena hasta la plenitud misma, y se habían acabado los enojos, los rencores, las filosofías de Aquino y los delitos de la historia; se habían borrado los días cotidianos, el cansancio corporal, la copulación sin sentido y la irracionalidad de la existencia. Durante los instantes de mi mente en blanco, mi mente era negra, azul, violeta, era como quisiese y nadie podía quitarme la libertad de encarcelarme en unos latidos de corazón sin rumbo, unos pies sin camino, una mujer sin destino.

Esa madrugada intenté por todos los medios quedarme en blanco, casi pintura me embarré en los ojos encerrándome lejos de todo, pero sintiendo el mismo hastío que me perseguía; esa madrugada estaba buscando la blancura de una mente en blanco que solo aparece una vez en la vida junto a unos labios que  ya no están, buscando el arcoíris irrisorio de las alucinaciones repetidas que no se parecen en nada a sus originales partidarios. Esa madrugada estaba buscando una cueva que me diera la seguridad de esa saliva cariñosa y cálida, pero esa madrugada entendí al quedarme a oscuras que el blanco no existía, que ni siquiera era un color, que no representaba nada más que un pequeño zumo de sentimientos muy fuertes que tenía que dejar ir detrás del tiempo maldito.

Esa madrugada perdí las ganas de todo menos de buscar esos labios de nuevo; hice desertar a mis sueños y acomodé las causas detrás de los hechos, impregné mi vida con perfume dulce y desperté a mis demonios para que me hicieran compañía mientras tanto. Abogué por violadores y asesinos, destripé ilusiones y caminé mil senderos buscando quedarme en blanco, pero por cada paso de esperanza había un ruido más en la cabeza formando una orquesta de muy mala reputación.


Me desesperé buscando esos labios, ese aroma que lograra apagar el mío, pero nunca lo volví a encontrar. Había absorbido a esa mujer en un instante iluminado y había tomado una ducha con su saliva para lavarme lo más posible el despecho de las manos. Entonces, ya en la madrugada sin luz me miré al espejo, y solo vi su silueta, era ella cansada de intentar hacerme entender lo cerca que siempre estuvo, lo terco que es el amor, lo dañino de buscar remedios para enfermedades que no existen.

La toqué fría en el cristal relleno de mercurio y tuve la mente en gris, una tonalidad más baja, porque ella ya no era cálida, era solo mi memoria fría y mi vacío sin fin.

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