Una Mujer Que Escribe.

Hoy buscaré el fondo de una condición que molesta, las ganas robadas de una fiesta sin invitación y los litros de miel de limón que dejé de servirle a mis sueños esperando que viniera alguien a decirme que no. Regalaré letras a quién no las merece y alagaré a una prostituta que me bese sin cobrar, solo si me recuerda por lo menos su olor o su sombra, si me dice debajo de las sábanas sus cosas, y me humedece el alma sin hacerme sudar.

Besaré las fotos de gente que no reconozca para buscarle lejos de los lugares que habita, para sacarle de la cueva de mis dendritas y ponerle justo en el punto de mira que lleva mi espejo, y jugar a que nos volvemos viejos y nos volvemos a encontrar.

Acariciaré la piel colgante de mi retrete, los vómitos que limpié  las noches bohemias y el polvo de estrellas cercano para exorcizarme de sus hábitos macabros y sus poesías envueltas en carbón. No, a una mujer que escribe no se le puede dejar tan fácil, sería mejor quemarse detrás de la ducha o gritar desnudo que se acabó la lucha y resignarse a quedar marcado por el odio divino de la falta de rutina y la cotidiana demencia de verle partir justo cuando todo está perfecto, cuando al punto final de la  corrección de mis defectos, ya no tiene nada más que escribir.

Se pueden vivir las noches más amargas detrás de las nalgas de una mujer que escribe, si los pasos que sostienen al incauto no llevan  su ritmo, al tambor de sus recuerdos y al abismo de tocarla, debajo de la falda frente a la literatura alemana y el estante de libros de historia de la humanidad.

Más allá de su cuerpo, ella se pierde en la desesperación de su propio llanto, en las charlas nocturnas con su lengua dormida, en sus opiniones directas y  sus mentiras francas. En sus pupilas dilatadas al largarse a media noche y sus regresos repentinos de mañana, en  la ausencia divertida del perfume de una dama  con los tacones rotos y los labios revueltos, sin pedir disculpas ni decir lo siento.

Con la mujer que escribe uno aprende a distinguir entre el engaño y la ruptura de sus realidades, entre un hombre que ama y uno al que se quiere follar una noche de brujas; uno aprende a no reclamar si al final no importa nada más que abrigarla con las palabras de un Kundera que le advirtió que no durmiera con nadie, y un Kafka metido en lo senos que también se quiere quemar.

Con esa mujer se tiene que saber leer hasta en las sombras, en los descansos, en los sueños y en los armarios. En el olor distinto que despide cada parte de su cuerpo y la peligrosidad de sus discusiones cuando sin duda quiere tener la razón. A ella no se le engaña, pero las mentiras le quedan muy bien como pendientes en las orejas y los escapes como collares triunfantes al no saber qué hacer, porque sabe correr, así que hay que ponerse los zapatos adecuados para andar con ella.

Una mujer que escribe se enamorará de mil hombres, y con cada uno follará el doble de lo que folle conmigo, y aun así, después de quemar cada papel de poesía barata se embriagará entre mis culpas y se quedará a mi lado fumando cigarrillos, haciendo un vaivén entre sus historias desiertas y la mitad de sus piernas, depiladas a punta de tristezas y dolores, decepciones continuas y uno que otro mal de amores.


Para amar a una mujer que escribe hay que odiarse hasta las pestañas, quemarse los pulmones a punta de mañas y buscar tres mil letras que no tengan cabida, que puedan ser usadas en  poesías, porque para amar a la mujer que escribe hay que saber sacarle un orgasmo y hablarle luego de Fausto y Granados, como si no se tuviese una vida propia, y aun así no le pertenecieran más que unas pocas letras, para no amarrarla ni sentirla quieta. 

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