De los Excesos

Hace ya cuatro noches que dejé de contar los días que han pasado desde que usted decidió irse, doce lunas hace que no como más que sardinas y atún, además  unas cuantas horas han pasado sin que prenda un cigarrillo para atenuar las cachetadas de su fantasma matutino. No se decepcione de mí otra vez, juro que mis obsesiones están controladas y he dejado de razonar cada paso que hay detrás de la desilusión de ver sus nalgas detrás de una puerta de cristal, gritando de libertad por dejarme aquí sentado. 

Es solo que el desinfectante de la oficina me ha raspado las manos mientras intentaba por enésima vez despojarme del mugre que me dejó su recuerdo y las lágrimas se me cayeron manchando la camisa blanca que odié desde el día que usted, con su sentido del humor, decidió regalarme ropa clara sin tener en cuenta mi compulsividad hacia casi todos los aspectos de la vida. ¿Recuerda cuando me llevó a terapia para que entendiera que la suciedad no está tan mal?, bueno, ahora me siento limpio, vacío, sin uso y estéril; no sé si el terapeuta haya tenido éxito o es solo la desolación de no poder besar más sus labios envueltos en la saliva repleta de los microorganismos que aprendí a amar gracias a usted.

Sé que lo último que soy como persona es un buen hombre, y no lo digo por las veces que recitándole un poema mi tono de voz subía y terminaba gritando y luego llorando sin saber qué hacer, no, tampoco por el tiempo que me llevaba arreglarme para salir, sacrificando casi cada horario de cine y función de teatro con boleta en mano sólo por quedarme escribiendo en las paredes frases que sólo tenían un nombre, el suyo. Lo digo más bien porque de tanto amarla se me olvidó que amar es un verbo, y que cada verbo debe tener una acción.

Le dejé mil páginas escritas, la mayoría ilegibles por las correcciones en cada párrafo, por los comentarios, por la manera mía de romper las hojas cuando escribo para usted; pero se me olvidó dejarle un beso detrás de la puerta y un abrazo al salir del mercado sólo por matar la continuidad impía de la costumbre y el veneno rancio de mis ganas de perfección, mis ganas de merecerla.


Me queda por decirle que quería levantarla en las mañanas con una sonrisa, pero el Prozac y las pastillas para dormir me encadenaron a gritar entre  sueños y despertarla aterrada para ir al trabajo; me queda decirle que escribía en las paredes para  que usted leyera en grande, aunque estuviese en medio de un ataque de pánico y yo no me dejara abrazar, y es por eso que entendí, que usted es el puente entre la vida y las anfetaminas de la mañana con café, envuelta en las ciento cuarenta y tres veces que la hice llorar, y en medio de la locura, yo siempre la amé.

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