Mi yo y su sombra.
Había acabado de colgar el teléfono, de escuchar la voz
quebradiza de una mujer gritando con todas sus fuerzas y casi sentía sus
lágrimas empapándome a cientos de quilómetros de distancia. Tenía la sensación de
estar desprendiéndome de mi propia vida, pero ésta vez no momentáneamente sino
de una vez y por todas; sentía el vacío abismal que se genera cuando se está a
punto de montar a un avión, a un tren o a un bus que se sabe que no tiene ruta
de regreso. Mi respiración se aclaraba y entre más lejos, más podía utilizar
mis pulmones, más liviano estaba mi cuerpo, más despejada estaba mi vida.
Había vivido mis últimos años en una rutina exitosa que
había dado frutos suficientes para vivir soltero el resto de mi vida, había
intentado estructurar una familia, un amor, una trascendencia más allá de mis
historias pero cada acercamiento me cerraba un poco más la puerta a la compañía.
Sólo después de conocer a Bennett pude sentirme equilibrado, era una mujer
hermosa, simpática, absolutamente inteligente y pícara casi todo el día. Su
cabello se sentía como las nubes al tocarlo y sus gafas me recordaban alguna
melodía de jazz en un bar de mala muerte; fumaba de vez en cuando, respetaba
las fechas y era buena lectora, tomaba ocasionalmente
en las reuniones y salía caminando del apartamento para recogerme en un bar del
centro de la ciudad cuando yo ya no podía reconocer ni a mi propia madre.
Era una mujer comprensiva con mi alcoholismo, con mi trabajo
y con mis ideas sobre el mundo. Siempre me preguntaba sobre mis aficiones,
sobre mis pensamientos, sobre los mil relatos cortos que encontraba debajo de
mi cama cuando intentaba organizar un poco la habitación para poder ver de qué
color era la baldosa. Yo nunca pude responderle concretamente y evadía mis
propias respuestas obligándome a escribirle poemas que casi nunca tenían una
buena culminación.
Un día al terminar una tertulia sobre Novelas gráficas con
unos amigos, Bennett me dijo que quería que le explicara más sobre Jung, dijo
que quería saber de su teoría porque parecía muy interesante. Hice mi mayor
esfuerzo por no explicarle, argumentando que yo no era psicólogo analítico,
pero todo se derrumbó cuando encontró en mi biblioteca un libro de él. Molesto,
y sentado en un cojín de la sala con un cigarrillo a la mitad, le pregunté qué
quería saber exactamente. – Sobre la sombra, me llama mucho la atención – Me dijo
sentándose a mi lado y abrazándome para calentarse.
Hubiese sido mejor que me pateara hasta matarme esa noche,
que me prendiera fuego, que me partiera a la mitad. Solo mencionar la sombra ya
me llevaba miles de horas atrás y me revolcaba para luego ponerme de nuevo en
el sitio donde empecé, pensar en la sombra me despojaba de todo, me arrebataba
las ganas, la respiración, las fuerzas para levantarme. La sombra había estado
tan oculta, tan dispersa. Había vivido intentando mantenerme en una línea
fronteriza donde el sol es lo suficientemente tenue como para no provocar proyecciones,
allí donde los sueños no alcanzan a tomar forma, justo al lado derecho de las
anfetaminas que me mantenían cuerdo para no pensar.
Esa noche le expliqué de manera mediocre lo que significaba,
tomé la botella de Brandy y Bennett se acostó a dormir. Desde que estaba con
ella no me había mirado en un espejo, no había sentido el vacío que se comía
mis entrañas cada noche; me había obligado a mí mismo a no atender mi angustia
mientras me acostaba acompañado para no gritar. Pero voltear la vista no aleja
el problema, solo deja los demonios respirando en la espalda y susurrando
canciones que harían que el mismo Nick Vujicic quisiera
comprarse un brazo nuevo para poder apuntarse y disparar.
Me quedé solo por fin, y como en una parodia de Heidegger,
mi límite se cruzó con la eternidad que sentía cada minuto, mi ser no llevaba
mayúscula y los sentimientos bajos se apoderaron de mí. Ahí estaba Nietzsche escupiéndome
en un mundo sin nada que tenía sucursal en el sofá más cercano, haciéndome
existir, haciéndome consiente de mis desgracias para poder vivir. Entendí que
cada palabra que decía y cada trago que pasaba por mi garganta no eran más que
el espejo de mis palabras ahogadas cuando no podían salir, entendí que la
sombra me acompañaba cada día y se abrazaba de mí sin darme cuenta.
Esa sombra gritaba desesperada, pero no tenía mi voz, no
parecía del todo mía, y fue en ese instante en el que la reconocí. Su pelo parecía moverse entre los colores que
poseía, no había nada uniforme, ni siquiera sus ojos, siempre me parecieron de
colores distintos por la mañana y por la tarde; su cuerpo eran los trazos de un
óleo sin pintar lleno de colores, de sabores, ninguno de ellos malo o
desagradable, ninguno de ellos igual al anterior. Sus piernas eran fuertes,
pateaban duro cuando era necesario, sus manos resistentes, sus nalgas bien
paradas y bien atrás; caminaba con la frente en alto, con la boca llena, lo
hacía tocando el suelo y sintiendo el mundo mientras acariciaba el cielo. Era
su sombra, pero la tenía yo.
El desmembramiento de su amor me dejó sus pasiones más
extrañas, sus palabras más sueltas y sus ideas más claras. La última vez que la
vi le di un último beso y en él me impregnó su locura malograda, su angustia
por las cosas pequeñas, su compasión por el mundo, su espontaneidad temeraria. Todo
lo escondí, todo lo oculté y con Bennett intenté matarlo, pero la sombra no
tiene carne ni huesos y no puede ser atravesada por un puñal. Todo este tiempo
había vivido mi yo y su sombra en una misma habitación, y yo cada noche intentaba
ahogarlos juntos en Brandy, en sexo, en Bennett.
La primera vez que fui a verla tomé el tren, necesitaba el tiempo suficiente para no
acobardarme y escribir algo en el camino. Quería devolverle lo suyo y que me
diera lo mío, si es que no lo había botado ya. Bennett me acompañó a la estación y le di la
excusa de un viaje de trabajo al que no podía faltar, pero mis mentiras nunca
fueron muy buenas y el sinsabor de sus ojos al despedirse olía a muerte, olía a
distancia y a final.
Estuve allí y la vi como un turista que visita el vaticano,
santificando cada parte de su cuerpo; me quemé, la incendié y le robé mi sombra
para poder irme en paz. Le devolví el libro de Jung que me había prestado seis
años atrás y que yo había leído con la esperanza de entenderla mejor, luego
tomé mis cosas y el día siguiente me devolví. Ella también me acompañó a la
estación, pero sus ojos olían a eternidad, a soledad compartida, a los gritos
de amores no correspondidos.
En el camino de vuelta en tren la llamé y le expliqué porque
no había vuelto nunca, por qué las cosas habían terminado tan mal, le dije que
emocionarse es cuestión de sentirlo todo y nada en un instante tan bárbaro y
fulminante que queme los cables diminutos de la lógica y nos exponga a la
inmensidad de nosotros mismos, y le dije que estaba emocionado, que quería
emocionarla y que no quería seguir viviendo mi vida sin ella, sin mí, sin su
sombra. En la mitad del camino bajé del tren en una estación pequeña, pedí un
café y lo mezclé con el whiskey No. 7 que tenía en el bolsillo, llamé a Bennett
y en 45 palabras le dije que no volvería, que se quedara con todo, que la amaba
pero no podía amarme a mí mismo estando lejos de su sombra, en 45 palabras la
insulté y le pedí perdón.
Había acabado de colgar el teléfono y tenía la sensación de
estar desprendiéndome de mi propia vida, sentía el vacío de haber tomado el
tren sabiendo que no volvería. Mi respiración se aclaraba y entre más lejos,
más podía utilizar mis pulmones, más liviano estaba mi cuerpo, más despejada
estaba mi vida. Estaba feliz, increíblemente feliz y deprimido, sabía que no
nos duraría, sabía que el mundo nos caería encima, pero estaba ahora en camino
a ella, con mi sombra, con la suya, y con un millón de pesadillas que no había
tenido tiempo de contar.
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