Visita Última.
La última vez que la vi estaba sentada como estática en una
de las muchas sillas de cemento que rodean la ciudad, justo en el centro del
parque que tiene debajo, pavimentados como decoración escondida y oscura,
cientos de cadáveres sin nombre que no recibieron nunca ninguna atención de
nadie, y que hoy veinte años después, como en ese entonces, casi nadie
recuerda ni sabe que existieron. Estaba aletargada, confusa, medio drogada por
el polvo que levanta la indigencia y la prisa sin nombre de los que pasan por
allí; era el parque triste en el centro de la ciudad triste, la capital de un
país triste, en el centro de un continente que no deja de llorar.
Creo que ni siquiera notó mi presencia la hora y media que
estuve mirándola. Ya habían pasado cuatro años desde que la conocí y
apenas dos meses desde que dejé de verla, sumido por una tristeza absoluta que
me rogaba que me alejara, dejándola hundirse al darme cuenta que cualquier
esfuerzo era inútil para sacarla de su propia piel. Un lugar que
se extendía por cada uno de sus poros, que gritaba desesperado hacia la
invisibilidad de sus lamentos, hacia un mundo que ya no le pertenecía ni le
interesaba.
Era una filósofa drogadicta que se inyectaba siete veces al
día repartiendo jeringazos por todo el cuerpo, mientras jugaba a atrapar una
vena distraída y medianamente sana que le resistiera la dosis personal. Era una
genio sin igual que en sus momentos de lucidez cada vez más abandonados,
hablaba sobre el porqué de la plusvalía y las razones exactas por las que
odiaba a Heidegger más que a Cohelo. Era una mujer que apenas llegué a conocer y
sin embargo, cacheteaba todos los días mi corazón con sus palabras, con sus
silencios, con sus increíbles y admirables ganas de vivir.
No tuve ganas de acercarme, aunque de lejos podía distinguir
sus ojos desorbitados, su respiración dificultosa y sus dedos flacuchos,
rígidos que rasguñaban su propio cuerpo. No dejaba de mirarla, pero nadie más
lo hacía mientras convulsionaba, mientras realizaba a las seis de la tarde de
un día laboral, la danza póstuma de sus sueños rotos. Cayó al piso ya sin
aliento, con la boca rota, con la lengua humedecida por la sangre y los dientes
amarillentos teñidos de café; su cuerpo ya no soportaba más su propio espíritu,
sus verdades a medias y su estilo de suicidio activo pero retardado.
Se acercaron los curiosos, llamaron, gritaron, se preocuparon
más por miedo a lo invisible que por
amor al prójimo. La tocaron, y nadie la tocaba nunca, la alzaron y una
ambulancia pobre, para los pobres, se la llevó hacia el centro del infierno,
arriba del barrio antiguo donde empezó su carrera hacia la nada, la misma nada
a la que hoy, yo quería renunciar. Sé que murió y yo me quedé estático, despidiéndome de ella sin
emitir sonido alguno, evocando las despedidas nocturnas en las que ya extasiada
por completo, desorbitada de la vida y sin ganas de mirarme, se derrumbaba en
su miseria y me obligaba a cargar sus cargas. ¿La amaba? Claro que sí, pero
ningún amor en ningún lugar del mundo debe tener más peso que el necesario para
volar, y ella, por desgracia, ya había vendido sus alas sin remedio alguno.
Ojalá y fuera la saliva enamorada más poderosa que la
heroína que se inyecta, ojalá los besos pudiera limpiar los recuerdos, las
ideas, los traumas; ojalá el amor fuera más fuerte que la vida, más liviano que
el dolor.
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