Despropósitos Compartidos
Su hieratismo
atrae, provoca por su inmovilidad rebelde. Al ver sus ojos, aún cuando advierto
el peligro, caigo en el barranco disparejo de sus muslos, en los colores tenues
y aproximaciones prácticas de su impulsiva forma de follar; me veo en una cadena
montañosa en miniatura que se niega a amar, pero que no me suelta. Sobre su
piel se ramifican caminos sin destino que se hunden en las piernas, prometiendo
pequeñas victorias que profetizan la descomunal derrota que se aproxima. Sus
estribaciones me invitan a la insalubre decadencia de verme acuartelado,
despojado voluntariamente de todo lo que pueda usar en contra suya.
De su boca no
salen palabras que tengan estructuras lógicas, solo aletargadas diatribas
contra el mundo que prenden la luz de alarma de un enamoramiento repentino,
inoportuno. Bajo estas circunstancias, el olor casi imperceptible de un
perfume que en la mañana penetró su camisón, se impregna obsceno en mi
garganta. Quiero gritar, morder, matar. La veo más allá de las expectativas que
se chocan diametralmente con las malas experiencias y sin lograr cuantificarla,
me pierdo en el humo del cigarro que exhala recurrentemente; infinito en sus
posibilidades dañinas, absoluto en su particular forma de clavarme un puñal.
Me está matando con un cuentagotas de saliva en el pecho,
abrazándome con la frialdad de quién es diestra bebiendo los fracasos ajenos
que le ayudan a dormir y a bajarse las bragas. Muerde fuerte mis labios que
tiemblan, mientras advierto en su respiración agitada un dejo de conciencia,
una pizca de humanidad que basta para soñar un par de horas, para saborear el
engaño dulce del sudor que le cae por la espalda. Es media noche, y quiero
creer que la noche es eterna para las mentiras que dice, para la patética
morriña violenta de compartir un orgasmo con quien se niega a morir sola, sabiendo
que soy la sombra manifiesta de su soledad.
La convierto en
nostalgia, la devuelvo a un estado de no-acción que enfatiza las culpas que me
desgastan. Es ahora un invariable recuerdo del silencio voluntario que amenaza
con explotar, como un cuadro torcido que nadie endereza porque el error se
hecho tan constante, que forma parte del paisaje. Penetra en mí, como una
metáfora inversa del sexo que acaba de terminar, y yo espero el derribo como
una cita acordada con la muerte que no llega. Retrasamos nuestros entierros
quedándonos desnudos, revueltos en todo aquello que expulsa la piel cuando
tiene miedo, cuando está excitada y el sudor no alcanza para gritar que llegó el amor detrás de la desgracia.
En el fondo,
quiero transmutarla en mi salvación, olvidando el evidente mimetismo de nuestra
situación. Casi mintiéndome con la idea de que mi presencia no es una ligera
apología a sus fracasos, casi engañándome, creyendo que no somos para el otro
la última opción. Nos queda solo el derribo del aliento al fornicar,
mientras imaginamos un final que no termina desastrosamente. Sin embargo, repartiendo
besos húmedos sobre los lunares que le unen la nariz con el ombligo, solo puedo
pensar en asfixiarme con su cabello para conservar el instante. No habrá uno
mejor, ella no va a volver y yo, no existo.
La convierto en
el recuerdo constante de que estoy roto, rompiéndola. Tengo la esperanza
infundada de estar enterrado en los residuos de su exhalación poética y de su
dilatación prosaica. Nos convertimos en almas gemelas a domicilio, siendo dos
egoístas románticos que le juegan la última broma al destino. Yo jadeo aún
entre sus piernas mientras ella, inanimada, me dice que hemos fracasado y
sonríe.
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