De la Pared a la Demolición.


El daño está hecho y no hay disculpas, arrepentimientos, vueltas de hoja ni forma alguna de limpiar las manchas. Miro hacia la pared, tan inamovible y silenciosa; tan distraída, tan uniforme.

Veo en ella una manera de explicar los eventos que anteceden a una catástrofe, como si contándole una historia a lo inamovible, ésta dejara de parecer real o empezara a diluirse en la memoria selectiva del cúmulo de responsabilidades que no puedo aceptar.

Estoy huyendo, le digo. Cansándome del mundo y buscando una salida precipitada para un problema de soluciones evidentes. Parezco una metáfora de comparaciones absurdas, una locura sostenida que deja de asombrar y que cae, un poco por un tropiezo involuntario, otro poco por la falta de razones para mantenerse en pie.

La pared, hecha de concreto y cubierta de papel gastado de flores verdes y rosas, me observa. Se agrieta sin escándalos ni monólogos dramáticos. Se burla de la escena casi grotesca que protagonizo y como la última buena terapista en el mundo, se calla y me deja continuar.

Me abandono.

Me dejo caer en un solitario vacío que solo yo percibo, esperando que haya alguien que pueda detener el inminente golpe contra el asfalto. Sigo teniendo esperanza, una enfermiza y contraproducente esperanza en unos brazos ajenos que me puedan levantar. Soy la pared que se humedece y se llena de moho, la que escucha historias suicidas sin inmutarse y espera las reparaciones que no llegan, mientras cuenta los agujeros carrasposos que evidencian el eterno despojo de su ser.

La miro detenidamente y sé que nada llega cuando se espera, que nada sucede como se planeó. 
Entiendo que después de una serie de desilusiones evidentes, la violencia ejercida por los días que pasan sin cambios cobra factura. El amargo sabor de las promesas que se cumplen tarde, oscurece la vista y del trampolín que todos ponen en el lugar adecuado cuando ya hemos chocado en el suelo, solo quedan las buenas intenciones, alimento inmejorable del cancerbero que nos espera cuando se derrumba la pared, la que está enfrente, la que somos nosotros mismos.

El abandono, como le aconteció al Lefeu de Améry, se apodera de todo y lo cambia, deja a la quietud preceder a los errores y a sus anchas, forma una inestimable y precaria forma de libertad. Como Lefeu, espero una demolición anticipada de la vida, una reafirmación incomoda hacia la ira, una protesta indeleble que choque de frente contra la ingenuidad.

La pared sigue ahí, tan abandonada, tan usada, tan visible como yo. No perdona, no avanza ni retrocede, no pide excusas, no protesta. La pared, es la última forma de rebelión que queda aquí, donde todos son activistas propensos al cáncer ansiosos de dar un discurso, masturbadores compulsivos en busca de filantropía e hijos de un error consecutivo, convencidos de que tienen la razón.

No hay nadie que pueda detener una demolición como esta, sin importar la velocidad con la que suceda, todos nos enfrentamos a la demolición de nuestros propios anhelos, ya sea por haberlos alcanzado en una utopía sin ambición que no quiebra los sueños, o porque lo invisible juegue una broma y la buena suerte, volviéndose amarilla, deje de andar a nuestro lado.

No hay respuestas. Agradezco no tener que escuchar una retahíla positiva sobre el futuro, ni un consejo en forma de diatriba que esconde prejuicios ajenos. Se acabó la sesión y no tengo ninguna deuda, ella tampoco me exige nada porque no hay nada que pueda hacer por detener sus grietas, porque no hay nada que ella pueda hacer por mí.

El daño sigue ahí, y sin forma de repararlo me abstengo a pedir disculpas por el riesgo inminente de parecer hipócrita. No hay forma de arrepentirse en un camino de una sola vía, ni razones suficientes para intentar limpiar algo que nunca volverá a su estado original.

En cualquier caso, los finales felices no son finales si quieren ser felices, y dejan de serlo cuando se acercan a su final.

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