Ella Vuelve a Casa.


Sin detenerse pasan inadvertidas sus maniobras valientes, jugando con el miedo a esquivar las ruinas de una derrota vulgar, da pequeños saltos por las líneas de una esperanza cansada. El último cigarrillo de la noche le sirve de combustible para quemar los sueños irrealizables y marca el camino a seguir entre los cadáveres que tienen su mismo aspecto, que reproducen su mismo rostro, y proclaman victorias que parecían eternas en una promesa que la mortalidad no puede cumplir. Se quita los tacones, más por amor a la melancolía que por respeto a su cuerpo multiplicado en el desastre; siente los escombros y sus pies descalzos se identifican con los fragmentos ahora inservibles que fueron el vértice de su defensa inquebrantable, de sus derrumbes autoproclamados y de los sismos sentimentales que sabotearon su revolución.

Lleva las medias rotas, y la piel sensible se enfrenta sin defensas contra el frío que no perdona ni distingue. La noche la abraza, la llena, la arrincona en su propia falda y la mengua en un mundo de gigantes autoproclamados. Todo parece desproporcionado, la calle que horas antes hervía en sonrisas anónimas y la asfixiaba, ahora es excesivamente grande; las razones para volver a casa, donde añoraba el calor que brindan los muros parecen pocas, y la línea entre la inmortalidad y la inexistencia se hace a cada paso más delgada.

Está condenada a vivir de las ambigüedades, esas cloacas de la realidad que embargan las preguntas con dobles respuestas y convierten cualquier consigna en un espejo que con el fuego, se derrite y deforma la imagen que ansiaba proyectar. Juega en el mundo de los significados huyendo del simbolismo, aferrándose a los sueños prácticos, a las derrotas medidas y las explosiones controladas. Insensible al estímulo, endureció su piel de ébano dejando atrapadas las imperfecciones señaladas por otros, interiorizadas como una astilla molesta que no descansa y no se cree capaz de extirpar.

Se ve en una jungla olvidada de las luces del hombre, amenazada por sombras que fueron carne humana, por violencias invisibles, por la repentina exposición a su propia vulnerabilidad. Está frente a frente, de nuevo, con la falta de humanidad que pavimenta el desarrollo humano, enfrentada como cada noche a los cuerpos sin alma, a las almas cobardes, a la interminable vuelta a casa que se convierte en la penitencia a pagar por haber salido, al recordatorio agresivo que le grita, como a todas las mujeres, una diatriba constante: “El mundo no le pertenece, se lo arrebataron”.

Siente cada mirada como un empalamiento progresivo, piensa en las posibilidades de victoria de una revolución individual que comience con un gesto intempestivo. Piensa en quitarse el abrigo y desabrocharse el sostén, en gritar más allá de sus fuerzas. Apedreada a sí misma por los pensamientos ajenos que le recorren el alma, espera el momento exacto que no llega, el cumplimiento de una promesa vencida que se transforma en el espejo deformado con el fuego que estalla violentamente contra sus párpados.

Ya está cerca a casa, los intermitentes sobresaltos se apagan y una ilusoria seguridad reposa en el pecho. A unos pasos de la puerta de entrada, está segura, sola, completa. Atrás, las víctimas le gritan que no desespere, adentro, la aguarda otra batalla perdida que tiene que librar. Es el silencio que precede al silencio insoportable, la alegría que aún no se hastía en el desengaño de los placeres ajenos, son las sonrisas sin excusas que amenazan con perderse, la alarma contra incendios que no se activa con su inmolación cotidiana, la valentía sin ilusión que reposa en los labios, acompañada de la rebeldía oculta que espera tomar el control.

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