El Hospital

Su problema no era no saber olvidar, el suyo era poder hacerlo solo cuando las nubes escupían tristezas y las lunas cantaban detrás de su oreja; su problema no era poder recordarlo todo, era poder hacerlo solo cuando de lejos veía sus ojos y se le metían por entre los poros un montón de agujas de hierro, cada una con una palabra, cada una con un “te quiero”.

De agujas sabía bastante, tres meses antes al lado de una mesa gastada, ella había tomado una, la había puesto en su lengua y se la había tragado sin más, sí, así era ella, quería matarse los jueves en la noche porque no soportaba los fines de semana, decía que la gente no valía, y que no quería vivir ahí, así que todos los jueves inventaba algo nuevo para pasar los viernes en el hospital; le encantaban las agujas, pensaba que eran la definición completa de perfección, pequeñas, fuertes, brillantes y con un agujero para el amor, podían colgarse de cualquier cosa, hacer daño y arreglar la vida, decía que podían calentarse y perforar el acero, como ella lo hacía conmigo, decía que podían servir para casi cualquier fin, y por eso, en otra ocasión tomó una y se la inyectó en una vena del antebrazo sin hacer ningún gesto mientras hablábamos de Chomsky, y tuve que tomar la navaja y cortarle el brazo para que no le llegara al corazón.

-Quiero ser una aguja, una invisible por eso de tener ventajas – Me dijo cuando despertó.
-Creo que no entendiste el libro, ¿por qué? – le respondí tan indiferente como pude.
-¿Sabías que solo tienes unos segundos después de que una aguja se mete en tus venas para sacarla? Si no lo haces se va directo a tu corazón.

Yo no le respondí, pero sabía a qué se refería, sabía muy adentro que cada jueves quería que yo la cuidase, sabía que me dejaba ver cada intento de suicidio solo para que la salvase, y que cada jueves me mataba un poco más, y cuando no pudiese, nos moriríamos los dos.


Podía vivir diez años sin hablar de ella y en un suspiro mal puesto derrumbarme detrás de sus lágrimas, irme muy lejos, al fondo de las botellas crispadas y no volver jamás, ella podía abrirse las venas y cortarse los cueros, arrojarlo todo por una ventana y quemarse por una sonrisa sin dueño, por una piel obtusa que le enloquecía los dientes, por unas gafas sin lentes y unas uñas sin pintar y aun así, nos buscaríamos cada jueves para no matarnos, para vivir un poco e ir, como siempre, al hospital. 

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