El adiós de un muerto.

Mira de nuevo, nos enfriamos otra vez. Nos acabamos el uno en el otro sin siquiera tocarnos, nos volvimos reprimidos en la exaltación de nuestros errores inútiles. Mira, se nos fueron las ganas de irnos detrás del otro, de largarse cada uno hacia otro lugar, acabamos con los pasos que nos unían, y escribimos más sílabas para el otro sin mirar.

Mira, de nuevo queremos ver como se cae el cielo en el fondo del humo gris de un cigarrillo, de nuevo poetizamos lo banal y lo profano, y lo escupimos como si no quisiéramos un cuento que tuviese un final feliz. Mira que nunca nos dijimos adiós y nos saludamos muy poco, mira lo incómodo que fue el antes y el después y lo maravilloso que llegó a ser el instante único en que nos encontramos sin nadie más.

Casi nunca nos rozamos y tocarnos no fue la mejor forma de intimar; nos fundimos, sí, pero en palabras obtusas de libros viejos, en chistes sin gracia e historias nostálgicas de cosas que nunca pasaron y ni pasarán. Que extraño, tan lejos y distante te ves en los espejos, tan rotos parecen, tan viejos y sucios escondidos dentro de ti  y aun así, en medio de todo nunca falta la noche maldita en la que recuerdas mil fragmentos diminutos de ti misma, de tu alma corregida por los años y borrada del exterior por las armaduras ricas en color que te puso el mundo, recuerdas las palomas y las comas, las noches sin tensión.

Fue poco lo que vimos juntos con  ojos compartidos y aun así la historia es larga, porque la vida no se cuenta por capítulos sino por sensaciones, y en un minuto tuvimos las nubes en las palmas y la lluvia impregnada en los poros abiertos, en las heridas llenas de saliva mutua, en los túneles que por extensión cerraron sus puertas. Mira lo extraño, tú allá te moriste de risa y yo acá me ahogué en una carcajada sin nombre, en un buzón sin sobres, en unas lágrimas que no lloré.



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