Un Restaurante
Era un restaurante, uno fino y lleno de brillantes cubiertos
y felices platos; un restaurante en el norte, porque solo allá en esa cuarta
parte miniatura de la ciudad se ve la belleza, la limpieza y el toque europeo
que las abuelas modelos con sus plaquetas de aluminio le dan a los sitios de
moda. Por dentro está ambientado con un Chopin rebajado con champaña en su peor
sinfonía, que aunque fabulesca para el
que conoce su obra, se torna exquisita para todo el que llega encorbatado o
entaconado a ponerse en las rodillas sin saber por qué, un mantel miniatura más
limpio que cualquier pétalo o clavel. Por
fuera, está lleno de flores sintéticas, bellas y estáticas para no tener que
ser cuidadas por nadie, para mí, que camino de lado y ando torcido solo significa
– y esto se me ocurrió al pasar por allí- una increíble y anacrónica forma de
demostrar solo una cuestión específica.
Las flores sintéticas en la entrada del restaurante bonito no
son más que el cuadro burlesco de lo que se encuentra adentro, de la gente que
habita las mesas, de la gente que come sin comer y rebaja la grasa con aceite
de oliva. Las flores sintéticas son las mentes patéticas, son las caras
plásticas de las cincuentonas y las frustraciones heredadas de las “peladitas”,
que por peladita entiéndase que se deben depilar cada semana porque ni sus
cobijas soportan la imperfección. Son los kilos de más en el dedo gordo que se
quieren amputar y las aplicaciones sin nombre en lo único que lleva la palabra “inteligente”
en sus cuerpecito de porcelana delgada y leche mezclada, su celular.
Todo está lleno de buenas costumbres, de tenedores de plata
y vino blanco y tinto para antes y después, para el apetito y la llenura, para
el papá preocupado por las notas de un hijo drogadicto que se gasta la plata en
putas caras y libros baratos, para la mamá acomplejada que habla poco y responde
sonriente muy derecha con los omóplatos juntos a cada pregunta que no tiene
respuesta, tal y como le enseñaron las monjas y el manual de Carreño y para la
hija que vive en el gimnasio y no ha logrado sacar la fuerza suficiente en los
muslos para mantenerlos cerrados por más de tres tragos y un cartón.
En las mesas se hablan temas cultos, temas actuales, del
presidente y su esposa, de los ministros y el producto que por interno es bruto
y por externo si tiene validez; hablan de lo mal que la pasa la gente común con
las guerras, con las guerrillas, con las mafias, con el clima, con el papa y
con su madre. El padre comenta haciendo eco a sus frustraciones lo mucho que
odia a los guerrillos, y hace planes para un exterminio a bala de todos “para
que aprendan” sosteniendo su argumento como le enseñaron en la Universidad: A
punta de risas irónicas y Whisky reposado con dos hielos. El hijo bien peinado
con su camisa polo y su perfume de lagarto adinerado habla de la guerra y de
los narcos, de los daños que tiene el país y de lo que se tiene que hacer, sin
pensar claro, que su porrito diario alimenta la guerra y mata más personas que
cualquier metralla, que lo que se aspira le escupió cuarenta años de mierda a
un país sin memoria, y que los cartoncitos que se come le dan de comer a tres
columnas móviles y tres esmeralderos bien golosos.
En el restaurante la comida casi no huele porque está mal
visto que algo tenga olor, que algo tenga mucho color o sea muy colombiano. En el
restaurante los pobres se ponen esmoquin (y sí, así se dice en español) para poder echar a otros pobres y que no
perturben a la gente de bien. En el restaurante la música es amena, tranquila,
el sexo es casual y sin gemidos, los orgasmos son medidos y la seda dental bien
usada en cada diente y nalga que lo requiera, porque eso sí, ahí donde se ve,
en el restaurante hay más abortos que procuradores y más músculos llenos de
pastillas que palabras peyorativas e iglesias de arlequín.
Y el restaurante es un país, uno como el nuestro, uno donde
los miserables entran a gatas a vender dulces y salen a punta de las patadas de los pobres que se uniforman para
ser alguien, para oler bonito y peinarse bien; uno donde en la mesa solo se sienta quién sabe
pagar y tiene con qué, alguien con nombre o apellido, con Audi o Mercedes, alguien que tenga la capacidad
moral en el bolsillo para comerse lo que los chef de clase media cocinan sin probar.
El restaurante es un país, uno como el nuestro, Uno donde cuidan las puertas
los jóvenes uniformados y sólo dejan ver las flores sintéticas al resto del
mundo, uno donde se excluye al pobre guevón que no encontró o no quiso
uniforme, uno donde los pobres usan esmoquin para parecerse a los grandes y
poderles servir, uno donde los que hacen y traen la comida ni se ven ni se
sienten, uno donde solo la buena gente come salmón y calamar con vino blanco y
cigarro importado, uno donde otro pendejo tiene que limpiar la mesa y prepararla
para otra corbata y otros tacones, unos que tiene bien claro, nunca van a ser
de él.
Era un restaurante del norte, uno como los demás, otro mini-retrato
mecánico de ciertas cosas, como el occidente y oriente de la tribuna, como las
gradas y las sillas, el pasto y las colinas, como el asadero y el BBQ, como la
coca y el perico, como el amor y las ganas de follar.
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