Adiós Abuelo.
Cuando era pequeño, recuerdo vagamente las salidas al parque
con él, las caídas estrepitosas de la bicicleta cuando me soltaba con impulso
para que aprendiera a hacerlo solo; recuerdo su Renault blanco perfectamente
cuidado y limpio, los boleros que siempre le encantaron junto con “la paloma
blanca” que cantaba y me enseñaba mientras yo, pequeño, lo acompañaba a subirle
el aire a una llanta o a hacer una de sus mil diligencias. Recuerdo los
cuadernos ferrocarril que me compraba para que mi letra no pareciese un jeroglífico
indescifrable, las mil tinturas que junto con mi hermana usábamos en un lienzo
para pintar a su lado; sus trazos perfectos en las montañas y las frutas que se
inventaba durante horas mientras perfeccionaba cada aspecto que no le pareciese
bien hecho.
Era un perfeccionista, en su peinado, en su ropa, en sus
modales, en su forma de hablar, en su manera clásica de conducir, de limpiar,
de querer. Era duro cuando tenía que serlo, aunque a mí siempre me trató con
todo el cariño y el amor que un hombre chapado a la antigua le puede dar a su
nieto. Enseñándome todo lo que pudo, todo lo que sabía.
Recuerdo que recogía aros y tornillos de la calle en sus
innumerables paseos por el parque, para luego solo guardarlos en su cajón
secreto y su memoria perfecta. Recuerdo sus viajes a la luna cuando le
preguntaban a donde iba, de donde llegaba. Su Pénjamo inmortal y los “Hijueldiablo”
cuando algo le salía mal.
Recuerdo cuando dejó de hacer lo que tanto amaba, caminar,
cuando nos despertaba, cuando nos pedía perdón y cuando nos regañaba por no
atenderlo en el momento en el que él lo pedía. Era mi abuelo, y hoy me parte el
cuerpo y las palabras tener que decirle adiós, tener que despedirme por última
vez del abuelo, del peluche, del maestro de tantas cosas que nunca pude
entender.
Por fin te llamó la tierra como tanto decías, y ahora puedes
descansar tranquilo por fin. Te amo, y te amamos todos, y te quedas como
siempre en la memoria partida de las cosas que nos diste y que te quisimos dar.
Adiós abuelo, y gracias por acompañarme
un trocito de tu vida, perdóname por no estar el tiempo suficiente, las horas
necesarias, las palabras adecuadas. Adiós viejito, por hoy ya no te puedo
escribir más, pero gracias por enseñarme a hacerlo, hacerlo bien, de la única
forma que me enseñaste a hacer las cosas. Te amo viejito.
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