El Barrio Viejo
Me encuentro aquí sentado, en una silla descocida y
tambaleante cubierta de óxido y pesos muertos, recubierta de cuero manchado y
esponja barata y gris medio mordisqueada. Al fondo baila una mujer desnuda y con sida,
con hijos, con esposos y novios por cada calle de aquí hasta el peaje más
cercano; sumados llegan a casi treinta y
de esos treinta la mitad ya besó, ya folló, y ya transmitió el pedacito de
muerte que le correspondía a quién no tuvo oportunidad de preguntar por la
limpieza de la sangre segundos antes de contagiarse. La otra mitad sin duda
alguna lo hará también, si no es que ya lo hizo cortándose un dedo y acercándose
a quién sea para quitarle un teléfono o una billetera con tres billetes
arrugados y un cigarrillo sin amarrar. Todo sucede aquí.
La cerveza no está fría, pero la tibieza le impregna un
sabor aceitoso que se queda en los labios y en la lengua vaticinando la prometida
venida de sangre o vómito según quiera la noche, ya sea en la acera donde ya a
esta hora se ve sin aliento el viejo barbudo que cuenta historias y las cambia
por monedas, las cuales a su vez regala por un poco de vino y una hogaza de pan
duro, o en el baño donde el olor a semen podrido y orina reseca incitan a
recordar la última vez que se limpiaron los retretes, hace más de cinco días. Esta
noche el viejo no tuvo suerte, lo golpearon fuerte y le quitaron lo poco que
había conseguido y en la mitad del forcejeo le hundieron la navaja convencional
de un ladronzuelo promedio; nadie lo mira mucho, cada noche alguien tiene que
morir.
Prendo un cigarrillo cuando veo entrar a un policía, viene solo,
así que no habrá problemas; hace años nadie quiere meterse en este trozo de
barrio abandonado sin una buena razón. Todos saben que aquí terminan los
muertos de todos con la basura de algunos, los ladrones que no se asustan y los
indigentes que ya no tienen nada que perder. A este lugar llegan las
prostitutas más armadas y los pequeños mafiosos que trafican con armas artesanales
y órganos revendidos, llegan los poetas que no escribieron nunca su primer
título, y los asesinos a sueldo que odian infinitamente que se les llame
sicarios. A veces los dos últimos son las mismas personas.
Hago un gesto con la mano y la mesera me roza el gabán
húmedo por la lluvia y deja sobre la
mesa un vaso de cristal desportillado, está lleno de whisky sin hielo, aquí no
hay lugar para suavidades. Se acerca al policía y le entrega una bolsa
picándole el ojo y sonriéndole mientras se voltea, ninguno se habla, las
palabras sobran. Éste la revisa y la mete en el bolsillo antes de salir y
montarse en su patrulla; venía por su paga, aunque esta vez no era en billetes
sino en polvo blanco; todos reciben algo por no molestar a los vivos, a los
muertos y a los desaparecidos del barrio viejo.
Mi cabeza ya se tambalea con el peso del alcohol y el aire
pesado por la falta de ventanas y el exceso de humo en un lugar tan pequeño.
Soy un poeta vendido, un asesino sin sueldo, un ladrón de objetos inútiles y un
alcohólico que no paga sus cuentas; todas esas cosas son malos síntomas en éste
lugar. Sin embargo el Barrio Viejo es el único lugar donde todos son letrados,
inspirados y aunque no educados si muy bien plantados en sus gustos literarios
y su forma de matar.
Era un barrio bohemio hace más quince años y conserva sus
casas barrocas a medio destruir, pero la falta de empleo y el cierre de las librerías
con cerveza y las casas editoriales honestas convirtieron en lobos a los
escritores y a arpías con sombra de Valkirias a las poetizas. Ahora el sitio
solo tiene vida de noche cuando las alcantarillas botan el vapor que sobra del
resto de la ciudad, delimitando las fronteras entre los delincuentes comunes y
los provenientes de éste lugar.
Teníamos todos los vicios del resto, pero podíamos hablar de
Voltaire a nuestra víctima, podíamos imaginar una buena forma de realizar un
trabajo con las formas de tortura del Marqués de Sade y asesinar a quién
quisiésemos inspirados en Dante o en Matusalén. Las grandes mafias nos llamaban
a nosotros cuando no querían motos y balas en el mensaje que quisiesen enviar
con sangre a sus preciados enemigos. Yo
era uno más de los tantos enamorados reflexivos, de los sucios asesinos del
destino y los escritores de papel.
Sentí una voz tranquila y mínimamente gruesa de mujer detrás
de mí, hablándome de algo que no entendía. Era ella, la dueña de lo poco de
humano que aún tenía y la razón para volver cada día a tomarme un trago a favor
del suicido lento y sin escrúpulos; no la dejé hablar mucho, solo la besé con
mis labios rotos y mis enfermedades venéreas, con su saliva usada y mezclada
con un sinfín de carnes que no eran mías. Siempre imaginaba que ella venía de
la isla de Lesbos y yo de una Grecia que no era corrupta, siempre imaginaba no
estar aquí, pero ya era tarde, me tenía que ir a trabajar.
Me levanté rápido y tomé mi cuchillo, era grande y con
muchos dientes, ideal para rasgar la piel y herir casi cualquier órgano sin
forma de recuperarlo; me lo guardé entre el gabán y me despedí sin mirarla.
Tenía vergüenza de nuestras vidas, de nuestros ojos ya tan cansados de la falta
de magia y nuestras voces roncas por el sinfín de versos que nos tocó
tragarnos para que no nos mataran. Tomé
el último trago y me marché.
Llovía, en el Barrio Viejo siempre llovía, era la ayuda que
nos brindaba un Dios del cielo para limpiar las calles de la sangre que nos
hacía derramar, era la razón por la cual todos allí éramos ateos y habíamos
colgado al padre de una de las ventanas de la iglesia para jugar tiro al blanco
mientras rezábamos por última vez en la vida cuando nos enteramos que había
violado a una pobre chica que se quería robar las limosnas que le dábamos cada
Domingo. Al final de la noche la mitad del cuerpo seguía colgada, pero la otra
era la exquisita comida semanal de los perros de la cuadra que apropósito,
nunca quiso alimentar.
Llegué al callejón al que tenía que llegar, y allí estaba el
hombre al que me habían enviado a buscar; fuera del Barrio Viejo las personas
piensan que se pueden resistir a nuestro trabajo, pero un poeta sin alma es un
hombre invencible, inclusive para matar. Unos cuantos rasguños que me curaría
en el bar fue lo único que me dejó aquel tipo, me senté en el auto junto a su cadáver
ya acomodado en el asiento del copiloto, tenía que decapitarlo, solo
necesitaban la cabeza, pero primero debía escribir el capítulo correspondiente,
porque una de las razones de nuestros contratos era que, luego de muerto, como
literatos escribíamos un pequeño cuento para nuestro cliente, entregándolo
junto con la cabeza que se nos pedía,
así, no solo una buena muerte sino un buen cuento era la razón para volver a
ser contratado. Quienes nos pagaban eran sin duda personas muy cultas y
sensibles.
Volví despacio al barrio, llevando ya solo conmigo la
dichosa cabeza. Me senté en la silla descocida y tambaleante cubierta de óxido
y pesos muertos, recubierta de cuero manchado y esponja barata y gris medio
mordisqueada. Me tomé una cerveza y miré a la bailarina con sida en el fondo
del bar; tenía ganas de vomitar pero debía esperar a mi princesa, era ella
quién me había contratado, quién ésta
noche me debía pagar.
Debo confesarle que sus letras me producen un éxtasis inexplicable, me transportan, me llevan a un rumbo inesperado, increíblemente gratificante.
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