A tres voces.
(1)La primera vez que la vi, ella se sentó muy cerca de la
mesa donde yo estaba, venía con dos personas que ahora en mis recuerdos no son
más que sombras grises que se pierden en voces a quienes ella respondía
mientras yo me encantaba escuchándole hablar, escuchando sus palabras y la
pronunciación que salía de sus labios gruesos y rojos. Estaba pálida y
despeinada, con el pelo largo, rebelde, disperso y elegante, estaba en blanco y
negro, estaba en luz azul y en rojo cabaret, porque por cada segundo que pasaba
yo sólo podía imaginar otro escenario donde podía verla siendo el centro del
mundo de cualquier infeliz al que quisiese mirar.
(2)La primera vez que la vi, ella se sentó a solo un metro y
treinta y tres centímetros de mí, quedando justo en enfrente, donde mis ojos no
podían esquivarla así quisiesen por el bien de mi salud. Venía con alguien, con
dos más, pero esos más se disolvieron entre la luz que emanaba del humo que
salía de su boca al sonreír, al mostrar sus dientes cuidadosamente alineados como
militares suicidas listos para morir por brindarle al mundo una sonrisa que
detiene el tiempo y la vida en el fondo del bar.
(3)La primera vez que la vi, estaba caminando justo delante
de mí con dos nalgas perfectas moviéndose una detrás de la otra en un una danza
constante de tambores de jazz que desarman hasta la peor pandilla de ladrones
de la Venecia menor, sí, la Venecia donde se tienen canales de agua en las
calles no por gusto sino por falta de alcantarillado y exceso de sueños
estancados en las alcantarillas meridionales. Era una mujer fuerte, excitante,
un bicho raro que sabía sonreírle a los ingratos como yo, porque claro, esta
Venecia podrida se encuentra llena de infelices obstruyendo los desagües de la
ciudad.
(1)A ella preferí recordarla en blanco y negro como una
película antigua que quisiera guardar para siempre detrás de un cajón para que
nadie la hallase. Su voz suave y sagaz se repartía por mis oídos para
retumbarme el cerebro y arrancarme poco a poco el olor a cerveza de la ropa
interior. Era una mujer divina a la que decidí dejarle sólo los ojos con un
color que no fuese neutral, le quise dejar los ojos azules, como los tenía
cuando me vio por primera vez por coincidencia.
(2)A ella preferí recordarla al subir la mirada y dejar de
contar las líneas horizontales que tenía en los labios, noté que me veía con
aire curioso y casi asustado, preguntando en sus pupilas tan oscuras como mis
intenciones, la razón de mi estática posición con una botella en la mano. Yo no
sabía entonarle palabra, no sabía saludarle ni mucho menos contestarle el
silencio que me cuestionaba, así que sólo acerté en sonreírle despacio y bajar
la mirada, volverla a subir y descubrirme hipnotizado y casi enamorado sin
remedio de quién apenas sabía que olía a Gabbana y fumaba Malboro con la mano
izquierda.
(3)A ella prefería recordarla cuando le devolví la sonrisa
con el mismo cinismo con el que le había detallado los dos agujeros negros, de
las mejillas claro, porque cada vez que le daba por pronunciar palabra se le
formaban milimétricamente dos huecos tan fantasiosos a lado y lado de su boca, como
su pantalón azul oscuro ceñido al cuerpo y con orden de expropiación por parte
de la noche, la que esperaba fuese de los dos. Le ofrecí un cigarrillo y corrí
un poco mi mesa hacia atrás para que se sintiera más cómoda de ignorarme si así
quería.
(1)Sé que esos ojos azules resaltaban en mi frente y me
martillaban la cabeza, me recorrían con un corrientazo el cuerpo y me hacían
temblar los dedos si me desconcentraba de mirarla, si me movía al respirar. Sé
que se quedó sola por un instante que luego empezó a hacerse largo, pero yo
estaba tan inmerso en una contemplación malsana que solo pude invitarle un cigarrillo
para que no se fuese, como ya se disponía a hacerlo. Para mi sorpresa me miró,
en blanco y negro y con esos ojos azules, y se sentó a mi lado a sacar humo de
sus labios, como desde ahí nunca más volví a ver.
(2)Sé que la vi cuando intentaba levantarse para salir
detrás de sus sombras, pero yo la detuve por miedo a no volverla a ver y le
dije sin respirar que me gustaba el olor de Gabbana, que tenía cuatro
cigarrillos de Malboro en mi cartera, y que aunque no era surdo, si podía
dejarla a mi lado izquierdo para que me quemase con el cigarrillo si no le
gustaba mi compañía. Al principio pareció no entender, pero al final luego de
verme me hizo un par de preguntas y se sentó conmigo, prendió un cigarrillo y
empezó a hablar.
(3)Sé que ella dejó que se fueran los dos imbéciles que la
acompañaban, volteó la silla y se sentó conmigo, no sé cómo ni me interesa
saber por qué. Comenzó a hablar y yo comencé a responderle. Era bella, muy
hermosa, refinada y sus pupilas me susurraban
los gramos de marihuana que se había metido antes de subir al bar. Yo no dejaba
de detallarla, de excitarme, de excitarla.
(1)La conversación tomó tanto peso como la mesa con las
botellas vacías, y de par en par los dos perdíamos la timidez como dos niños
que se encuentran para jugar. Le mencioné que la quería recordar el resto de mi
vida en blanco y negro y ella me tildó de demente mientras se me tiraba encima
para besarme, para comerme el alma antes del cuerpo y dejarme ciego por
completo solo con sentir su saliva cálida y gruesa por la cerveza, su lengua
carrasposa y húmeda, sus dientes perfectos, sus dos labios augurio de la
multiplicación en par. Mi vida reducida al fugaz veneno de dejarlo todo por la
mujer que menos conocía, y a la que por eso seguramente más amaba en realidad.
(2)Ella hablaba más que yo, y aunque por cada treinta
segundos que pasaba cambiaba de tema dos veces sin fallar, cada gota de saliva
gastada en su boca me alimentaba más y más a alagarla por cada aspecto de su
vida que me dejaba conocer, por cada invento que hacía de sus falencias y sus
virtudes, porque decía que amaba tocar guitarra, pero sus dedos no podrían
haber acariciado si quiera una cuerda nunca en la vida. Decía que ya no quería
leer más de nada, teniendo tres novelas continentales en el fondo de sus ojeras
preciosas. En la mitad de una frase decidí besarla para que dejara de hablar,
para que me hablase de verdad, y ahí conocí al amor de mi vida perdida, a un
amor que se fuga sin más.
(3)Si hablamos de algo, la verdad ya no recuerdo, pero si
recuerdo su voz austera que me golpeaba muy dentro y me arrancaba pedazos de
piel mientras me besaba muy deprisa y sin afán. Yo no quería amarla como la
amé, tan bolero falaz sonando de fondo y sin copa rota que me detuviese, pero
no tenía mayor alternativa que dejarme llevar por la única mujer a la cual dejé
de mirarle nalgas para mirarle los labios, para cantarle una canción desafinado
y echarla de mi vida para no verla llorar.
(1)Nunca la volví a ver, pero de vez en cuando la ciudad me
regala su retrato al ponerse grises las nubes y mojarme la cara con lluvia
humeante, tal como ella durante unos minutos, tal como aquella en aquel bar.
Reproduzco su sonrisa en mi cabeza, sus ojos se volvieron mi bandera y sus
colores incoloros me pintaron la vida de vacío y corazón.
(2)Nunca la volví a ver, sus dientes militares se suicidaron
para alegrarme la vida un segundo, con su tono de guitarra inexistente y con
las novelas de las que no me habló, por que prefirió mostrarme su lengua para
hablarme más cerquita, porque se fugó como una antorcha que no quiere prender
la maldita ciudad.
(3)Nunca la volví a ver y Venecia se inundó detrás de mí con
sus nalgas que me sacaron a flote, pero después de querer quererla se esfumó
con sus labios intactos y mi carne podrida detrás de sus roces.
Nunca volví a ver a nadie, nunca quise quererla imitar, a
veces la pienso sin colores definidos, luego con sus dientes desteñidos, luego
con sus labios partidos y mis canciones fingidas, mis botellas vacías y mis tres
voces que repiten la historia sin saber qué pensar.
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ResponderEliminar"El que ha conocido sólo a su mujer y la ha amado, sabe más de mujeres que el que ha conocido mil" Leon Tolstoi (1828-1910)
¿Cómo es posible perder la esencia de lo creías “verdad” y generar una lucha entre tus pensamientos con solo una mirada? , cuando vale la pena cuestionarte?