De repente.
Se volvió invisible, se apagó detrás de las luces del
comedor aplastado por el silencio, hundido por la miseria de los recuerdos que
no recordaba y las experiencias que nunca vivió. Su cuerpo era la paradoja
perfecta de un crepúsculo sin epístrofe que no se funde detrás de nadie, era un
presente continuo sin angustia, sin molestia, sin ganas de nada, ni siquiera de
sí. Un de repente sin ataduras, un lazo sin nudo y unas cadenas sin armar.
De repente, como si el antes no fuese importante y se
pudiera pasar por encima del mundo, por encima de todo menos de sí mismo, de la
basura, de las calles, de la vida detrás de su espalda. De repente como cuando
el después no se cuenta, el futuro no existe y la muerte no es una posibilidad.
De repente como una moraleja que duele en el alma, un aprendizaje barato y
póstumo al error; como las ganas que se pierden en la mitad del camino, el amor
que se encuentra al final de la puerta justo antes de cerrar.
De repente como la tristeza que se define con las alegrías separadas
de una vida cualquiera, el significado perdido del arte en sus labios, la
sonrisa imperecedera de sus fotos al carbón.
Y lo es todo, cuando de repente empieza y no se detiene. Y es
nada, cuando de repente termia “y al punto final de los finales, no le quedan
dos puntos suspensivos”
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