El Artista.
Se quiso engañar esa noche, quiso mentirse y aceptar la
irremediable desfiguración de cada palabra que decía mientras le chocaba el
aliento con un rostro inexpresivo, sin movimiento, casi muerto y aún vivo en la
tristeza que amargamente lo alimentaba y lo mantenía en el vaivén ridículo de
sus respiraciones pausadas. Había pasado
gran parte de su vida ayudando a otros a mantenerse fijos en la tierra, lejos
de los desbarrancaderos que la memoria utiliza como trampolines, atando cuerdas
en brazos desprendidos y desatando nudos de gargantas ahogadas; Sin embargo
apenas podían sus zapatos no arrastrarse ni llevarse el polvo del silencio que
lo seguía, apenas podía escupir en cada esquina cuatro palabras que le pesaban,
que lo seguían y lo querían abrazar.
¿Alguna vez ha sentido cómo los puntos suspensivos de un
párrafo terminal se aferran a la vida, a la continuidad? Si sí, entonces conoce
la desesperación, el sinsabor y el vacío que precede a un salto que sin
protección alguna parece más sensato, más razonable que cualquier paso que se
de en el asfalto envuelto en la seguridad que hastía. Si no, entonces usted no es humano, porque la
vida en sí es desesperada, rebelde, aglutinada y falaz. Si no, entonces usted
no está vivo, no se ha enamorado durante un segundo, no se ha querido matar. ¡Y
qué triste sería! Pues la vida que no se acaba de vez en cuando se marchita, se
extingue, se vuelve rutinaria y ya no vale la pena vivirla.
En el día no podía desprenderse de sí mismo, del calor que
emanaba, del sudor que cada hora se acumulaba más y más en su cuerpo y que
esporádicamente desaparecía con un viento que sin aviso le lavaba la piel en un
segundo. Era un gran admirador de las brisas que soltaban las montañas, del río
invisible de corrientes de aire que golpeándolo lo besaban, lo acariciaban y lo
llevaban lejos; En la noche, encontrarse era un desatino que le hacía perder el
talento y la mínima inspiración de su mediocridad untada de pobreza emocional,
de pragmatismo barato y Ron desgastado
por tantos años de excesos mínimos y pequeñas exageraciones sobre cualquier
cosa.
Él era un suicida enamorado de la vida, el error sintomático
que queda de la suma de equivocaciones provocativas. Era un filántropo lleno de
odio, un poeta, un sátiro, un hada de los dientes sin dinero, ni alas, ni
polvos, ni bosquem ni dientes; Un vómito erguido como arte, una mentira que reza verdades y
enseña mucho más que cualquier Dios. Él era un artista, y como a todo artista,
le pesaba la vida.
Despertó y ya no sentía, estaba ofendido con el mundo, consigo
mismo y con cada persona sobre el planeta. Recuerdo sus gritos de furia
seguidos de su inexorable talento para conjugar verbos, recuerdo su camisa rota
y sus rasguños, intentos mal expuestos de arrancar de la piel y la carne las
ganas de vivir. Recuerdo que quería ser mortal, pero aunque no me crean, nunca
lo fue, pues sus palabras no tenían fecha de vencimiento ni de caducidad. Él era un libro, una novela, un cañón cargado
que dispara a la primera provocación. Él era música sorda y papel desgastado,
era lo que ya no es, lo que dejó de ser. Él era más que el disparo que se atravesó
sin ayuda de nadie, más que las partes de su cabeza que no quiso dejar en su
lugar.
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