La veritá del Viejo.



El único momento en su vida en el que se sintió asustado fue cuando se le acabaron las palabras. Ya hace tiempo se le había acabado la imaginación y la imaginería, las cabalgatas lúcidas y los bailes frescos; Hace tiempo ya había botado por falta de uso su corazón, su hígado y sus pulmones, pero no su boca, esa era preciada y ahora ya no le servía más.

Su lengua, antaño intrépida y musculosa, aventurera nata y saltarina sin fin, ahora se encontraba lenta, tiesa, quieta y triste. Sus labios, siempre corriendo, siempre haciendo correr, hoy ya no podían mover el viento para soplar desventuras pasadas ni fantasmas oblicuos; era la debilidad de las tildes, la franqueza quebrada de las comas al final de un párrafo y la hipocresía de los puntos finales a mitad de la oración lo que quedaba, lo que le dejó La Veritá.

Había gastado su vida en conversaciones profundas, en palabras pausadas, en desconocidos infinitos y sonrisas a desnivel por encima de sus zapatos. Había vivido feliz y sin mesura alguna, había vivido de su boca, de sus letras y de la cadena invisible que enlaza la vida con las ganas de hablar. Ya no sabía pronunciar poemas, claro, pero sabía recitar verdades en tres idiomas inventados. No, ya no sabía enamorar a nadie, ni amar a nadie, ni odiar a nadie. Ya solo amaba y odiaba sus días, sus ojos, sus dientes torcidos llenos de perfección.

Se había quedado solo detrás del espejo, imitando recuerdos borrosos y coreografías de rapel. 

El único momento en su vida en el que se sintió asustado fue cuando se le acabaron las palabras. Se asustó de gastarlas, de venderlas, de regalarlas más allá de cualquier pago. Se asustó de quedar vacío, incompleto, destruido.  

Miró entonces donde estaba y sonrió. 

Estaba en un mundo mudo, acompañado de soledades infinitas, de vacíos sepulcrales y gargantas llenas de palabras que ahogan a sus dueños. Estaba en la ciudad de las luces rotas, de los secretos de estado, de los amores a medias. Estaba en el entierro de las palabras que se callaron todos, en las visitas cotidianas al doctor. Estaba donde todos se guardaron las palabras y se murieron de viejos. Estaba donde todos eran jóvenes, y ya no tenían nada más que decir. 

Miró entonces donde estaba y sonrió, porque lo había dado todo, y era liviano, y no necesitaba más.

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