Suicida



Me dejó como si con un beso pudiera partir una historia en dos, humedeciendo mis mejillas pálidas con esa saliva cálida de sus palabras cortadas sin introducción; me dijo adiós sin un regreso anunciado, como una obra que fracasa luego de un éxito inaudito, con marcas borrosas y recuerdos sucios entre las cortinas, un almuerzo que se enfría, la casa vacía que me intimida, las sábanas blancas que se manchan de olvido con el vino que ahora tendré que tomarme solo, de a un trago, sin nada más que hablar. 

Me besó tanto en tan pocos sueños que tuvo a mi lado, que me obligó a colarme en sus pesadillas recurrentes para sentirla cerca, me obsesioné con sus párpados caídos y su boca entre abierta, con su forma de dormirse entre las sábanas y confundirse con la almohada cuando gritaba sin saber por qué. Cuando sin abrir los ojos, se acercaba y me besaba, cuando roncaba y se despertaba, cuando notaba que yo pasaba la noche con ella, y me reprochaba que nunca le explicase que habíamos sido, que seríamos después, que nunca le hablase de mi falta de sueño y que no dejara de mirarla mientras se iba de este mundo pedazo a pedazo, cada noche al irse a dormir. 

Me temía por mis silencios pronunciados y mis palabras precarias, yo la amaba por sus preguntas sin respuesta, su perfume de terciopelo blando y su piel perfectamente cuidada y limpia hasta en las horas más pérfidas del día. Era bella, pero le dolía su belleza en el espejo, le cortaba los ojos desde adentro, donde las cicatrices no se notan pero donde duelen más; le dolía a la derecha de alma entre el corazón y los pulmones, y le recorría la sensación de la vida eterna frente al espejo, la sensación de la muerte instantánea, llevándosela lejos, donde mis dedos ya no la sentían, ya no la podía coger. Era frente al espejo como una imagen estática, divergente, contundente y carente de significado propio, una imagen de culto, una imagen de adoración.

Yo no dormía para no dejar de verla, con el miedo de que se fuera siguiendo la magia inexplicable de sus tendencias suicidas; ella dormía para dejar de sentirse, para no encontrarse nunca entre el reflejo reencauchado de mi amor por ella y su odio pérfido por todos los demás. Ella quería irse y yo no podía irme con ella, ella quería quedarse y yo ya no podía estar acá. 

Cuando dejé de verla, el día que me ganó el cansancio, al abrir los ojos su cuerpo ya no estaba. No estaba su olor dulce de las mañanas, ni el sudor residual sobre la almohada; no estaba su saliva sobre mi boca, ni sus dedos sobre mi espalda. No había dejado nada más que sus ausencias, con los ruidos sordos de su voz que ya no suena, y el reloj que sigue marcando siempre la hora en que se fue. No estaban sus pies que odiaban tocar el piso frío, ni las marcas que deja un amor de paso. No habían sábanas manchadas, ni arrugas en la cama; no estaba ella, ya no estaría nunca más. 

No es una mujer que deba buscarse, porque era como los ángeles o las víboras. No es una mujer que deba encontrarse, porque luego de ella, el brillo pierde su brillo y la noche su oscuridad; y los días ya no sonn amarillos, la tierra ya no será café, los pastos ya no son frescos, ni el alcohol un catalizador natural de las penas. Luego de una mujer suicida ya no queda nada, detrás de ella todo se acaba, y delante solo está la muerte, una que solo ella puede alcanzar.

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