Repeticiones
Convertido en el ápice de la antipatía emocional, me siento
espectador de una película antigua que tiene lugar en el futuro. Veo la precisión
de sus predicciones y me fascino por la incongruencia de la mirada positiva que
me venden del mundo. Veo repetirse frente a mí una escena desprovista de
actores, en blanco y negro, mal grabada. Un edificio sin terminar y que nunca
abrió sus puertas ahora se enfrenta al derribo; no hay nadie que llore, nadie
que proteste, nadie siquiera que presione el botón y haga volar las grietas en
fragmentos que, como cicatrices, muestren la historia no contada de la tristeza
contenida por el peso muerto de una estructura inmóvil. Es una metáfora del
cuerpo, de todos aquellos que no gritan, ni buscan ayuda, ni parpadean ante la
inminente llegada de una muerte vulgar, que se llevará el vulgar cuerpo del
vulgar espacio que ocupa.
Me veo al espejo como el resultado negativo de una ocupación
mal planteada, una clausura a la cual no le dieron oportunidad de debutar y
busco soledad allí, donde alejado de todo y de todos, el ruido del “todo” me devela una verdad incómoda: Enseño todo aquello que yo nunca tuve
capacidad de aprender.
Enseño a perdonar desde el rencor, a creer que las
cicatrices llevan mensajes que no hieren, a contar los años que faltan para que
cambie aquello que no va a cambiar. Enseño a restar, recorto historias tristes
que me matan de risa, acumulo el silencio para que nadie soporte los gritos
desesperados de quienes no escuchan. Hago conferencias sin espectadores,
negándome todo aquello que me constituye, ahorrándole pastillas a la receta
fugaz de alegría para curar la depresión.
Siento la angustia que se sobrepone al estruendo de un derribo.
Me digo que es solo una catástrofe más en una incansable suma de eventos que
tienen como razón última su desaparición trágica; la vida se resume en los
golpes que no parecen cesar, pero los golpes tienen una duración y una fuerza
determinada. Individualmente son irrisorios, aunque, en suma rayan con la infinidad
por su repetición imparable.
El cambio es inevitable, sin embargo, es un cambio hipócrita
que solo desparrama otra verdad incómoda: Lo
verdaderamente inevitable es la repetición, y lo que no ha sido es solo la suma
necesaria de repeticiones que llevan al cambio. El cambio es una
repetición, y en él olvidamos la historia y nos embriagamos de novedad. Me
aterroriza no tener el control, pero me aterroriza más la falta de entusiasmo para
evitar que se repita.
El último grito de lucha, la última reivindicación que
levanta una bandera que aún no se mancha de locura es la posibilidad de evadir.
Evadir aquello fue para evadir aquello que será; la misma cobardía de Buda
aplicada a la noción occidental de valentía. La posibilidad de evasión, como
caratula de un libro sobre valores humanos, arremete contra el sentido común, aplastando
formidablemente las últimas luces de alarma.
¿Qué alarma? La anunciada muerte de la razón a favor del
tiránico amor y la felicidad que lo acompaña. Alarma la falta de ideales,
la necedad de no querer herir a nadie, el hedonismo puro de las masturbaciones ocasionales
con la política, las caricias fugaces a los dioses muertos que no están. Alarma, al final, la ceguera comunal que para Saramago era un Virus, y ahora parece una bendición.
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