Epístola del Fracaso.
Despierto con
susurros morbosos y sucios, el alma me huele a tabaco y la vergüenza abonada en
las malas decisiones germina despacio entre las sábanas. Estoy rutinariamente
solo, a mi alrededor el factor sorpresa desaparece y da paso al cuadro
hipnótico de la inmovilidad; no sé cuánto tiempo llevo aquí, cuantas
paredes he derrumbado, ni cuantas aparecen para remplazarlas.
A mi alrededor
todo es blanco, homogéneo. Sospecho despreocupamente que la realidad es un
reducto de repeticiones, una lucha incesante por darle sentido a los fragmentos
unidos por el pegamento de las lamentaciones, un eco del pasado inamovible y del
futuro inalcanzable. Sospecho, sin pruebas para confirmarlo, que la
inercia es una fuerza más grande que el amor y veo además el desgano
matutino que enmascara mi café, como el síntoma primario de una derrota
preparada con antelación.
Reconstruyo mi
historia sin estudiar el pasado, masturbando las buenas intenciones de los
demás, regalándome afirmaciones necesarias para manifestar alegría ante el
engaño obvio que todos sostienen. Estoy caminando solo, arrastrando conmigo las
mascotas que dejé morir y las ilusiones que, muertas de hambre, optaron por
transmutarse en fracasos vitalicios y quejumbrosos. Me siento como una muñeca
inflable abandonada y repleta de agujeros que dejan salir el aire que la
mantiene viva; me siento como un cenicero repleto de historias que ya se
contaron, envuelto en colillas manchadas del rojo que permanente me recuerda los
labios que ya no están.
Soy mi propia
catástrofe, una que engloba un plural egoísta y un “nosotros” que solo me
contiene a mí. Soy la negación del suicidio necesario, la tela recortada de un
buen vestido que sobró o el engaño que engaña a destiempo, justo cuando la
verdad manifiesta ya perdió todo su peso y la novedad se convierte en una
vulgar secuela sin interés.
Esta es una epístola
egoísta, pensada, escrita, leída por mí y para mí. Justo como todas las
anteriores, pero más franca y eliminando el ruido de los personajes principales.
Es una canción
sin futuro que deliberadamente quise echar a perder solo con la intención de
sumar fracasos a mi lista de victorias inconclusas; es una repetición del
potencial ilimitado que irradia de los sueños que venden en los grandes
comercios, un coqueteo constante con la cobardía de mis mentiras y, en suma,
una serie de enumeraciones sin estética que reprocharía cualquier editor.
Me gustaría que
fuera una epístola sin historias contrapuestas y sin errores vacíos atribuibles
a la estructura, con un toque de compañía que no limite en lo ambivalente
o con una linealidad que indicara un final feliz.
Despierto de
nuevo, queriendo haber encontrado en Morfeo un océano adecuado para un ahogo
constante, queriendo naufragar lejos del cúmulo de disparates que admito
como verdades absurdas. Despierto, entiendo entonces que soy un camino
bien pavimentado entre el egoísmo residual de mi aislamiento, y la inocencia
malgastada de las historias que arruiné.
*** Epístola: Composición poética
en forma de carta, en que el autor se dirige o finge dirigirse a una persona
real o imaginaria, y cuyo fin suele ser moralizante, instructivo o satírico.
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