Salidas de Emergencia.


Es fuerte el ruido que hacen las personas cuando se quiebran, montones de ellas en las calles sujetándose la boca con las manos, esforzándose por no gritarle a los transeúntes sordos cualquier verdad que les suene a mentira. Siendo el resquebrajo de las sonrisas pintadas, transmutamos la fantasía de los amores que nos traicionan, en costumbres aburridas, en horarios para amar. 

Conseguimos lo justo para no dejar morir de hambre las ilusiones, lo necesario para no perder el sentido y dejar de divisar, al menos temporalmente, la desazón irreprochable de las malas compañías que aceptamos sin condiciones, movidos por el miedo profundo de no ser suficientes para todos aquellos que nunca fueron suficientes para los demás.

Nos convertimos poco a poco y sin ningún afán, creyéndonos inmortales, en el reducto malogrado de una obra de caridad obligatoria, sustituyendo las conversaciones largas con frases cortas que caducan sin destino, mientras se oxida el arrepentimiento que se convierte naturalmente en resignación. Cobardemente construimos el luto perpetuo sobre la búsqueda de sentidos profundos, haciendo maestría en historias tristes que se cuentan con buen humor; empezamos a preocuparnos por el tabaco faltante, por el cáncer sobrante, por las malas decisiones que nos quedan por tomar.

Somos expertos tímidos en perder el tiempo en las pantallas. Buscamos salidas difíciles que nos eviten ver el reflejo de un espejo que busca razones para quebrarse, alejándonos en el proceso de las personas quebradas que no queremos cargar. La metamorfosis nos llegó tarde, cuando el egoísmo funcional ha minimizado ya todas las bondades ajenas, cuando el plástico multiforme que nos representa está muy aterrado por la soledad.

Queremos culpar a la adrenalina por las malas decisiones de la baja autoestima, acelerando en el mismo camino de errores sin advertir las curvas, cerrando los ojos para aumentar las probabilidades de chocar. Gustamos de confundir continuamente las palabras amables de los extraños idiotas, con mensajes de amor que se reciben sin preguntar; y ahí vamos, utilizando lo inadvertido de la locura como pegamento funcional de las profecías, recordando minuto a minuto el análisis que hacemos sobre la inutilidad.

Un día, cuando las distracciones nos traicionan y nos dejan a la intemperie, cuando la tarea difícil es soportarnos a nosotros mismos, nuestro cerebro alcoholizado e inconforme, se juega una revolución que termina en suicidio. Nos damos cuenta, tarde, que lo constitutivo del engaño es la quebradiza tristeza que no se agota en la inseguridad, somos tercos, pues sabiéndonos irreparablemente rotos, buscamos océanos curativos que aletargan el sueño común de la felicidad.

La verdad es que buscamos héroes y heroínas maleables, inyectables, discutibles. Buscamos símbolos inquebrantables y sin errores visibles, imágenes perfectas que no tengan sombra, luces sin filtros que no quemen las ganas obligadas de besar a un redentor. No aguantamos una crítica que ponga en evidencia el agujereado casco de un barco a la deriva, ni recibimos premios que sofoquen el sabor a desgano que impregna el mal humor.

Estamos de luto por nuestro propio suicidio, esperando un entierro que llega veinte años tarde a un cuerpo que mantiene la sangre caliente, llorando una vez al mes por las posibilidades que echamos a perder buscando desesperadamente salir de un lago de alquitrán, descubriéndonos solitarios irreversibles, insensibles enmascarados, despreciables y quebradizos fragmentos de una historia que ya se contó.

La vida es un montón de puertas que se cierran -  me dice -  mientras se va.

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