Sísifo el inoportuno.


Siempre sucede lo mismo, un enamoramiento malsano, impedido, inaplicable. Un par de sonrisas que carecen de profundidad y tres recuerdos confusos, difíciles de explicar. Siempre sucede que las palabras no son suficientes, que el tiempo pasa muy rápido y las conversaciones se enfrían, que las miradas de brillo que atisban un jugueteo inocente se transforman en una lástima recurrente que mira el reloj. Siempre sucede, que la excitación vacila y la incomodidad anuncia una marcha forzada que aborta una historia por falta de personajes valientes; siempre sucede, que los personajes, en su cobardía, aceptan la derrota predispuesta por la incontenible fuerza de la cotidianidad.

Enamorarse, como cuestión implícita, es una muerte constante de ideales, un intento de suicidio recurrente, una habitación vacía. Enamorarse es cubrir con sábanas los objetos ausentes, pintar las paredes de colores vivos sin reparar las tuberías que pudren el interior. Es repetir eternamente el imaginario enfermizo de la oblicuidad ajena, el impulso lascivo del control, la obsesión malsana de reparar con oraciones una herida abierta que no deja de sangrar.  

Y me enamoro con la facilidad de un niño, mientras concibo el amor con el pesimismo residual de las cicatrices repartidas en el corazón. Intento, escarbando en el cúmulo de heridas que enmarañan una decepción tras otra, encontrar una razón para no caer de nuevo en la atractiva alcantarilla olor a vermut y aguardiente que lleva pegadas en las paredes incontables señales de precaución. 

Me convierto en un reducto de lo imposible, en un adicto de lo impalpable, en un voyerista de lo ridículo que se dedica a escribir – o soñar, – el hipotético éxito de un fracaso precoz. Y es que el amor, como el arte y las cosas que valen la pena, está condenado al fracaso, o a germinar en un ambiente hostil. La tragicomedia reside, no en el transcurrir de la rutina que convierte a los enamorados en homicidas binarios que huyen desesperadamente del “felices por siempre”, sino en las continuaciones de mala suerte que llevan consigo la costumbre de conocer a las personas perfectas, en los momentos más inoportunos de la vida.  

Me entiendo como una represa que cede a la fuerza del agua cuando la inundación ya ha comenzado, como la fogata que se deja encendida en un bosque que ya se consume por el fuego imprudente de alguien más. Soy el sol que aparece en el cielo cuando ya terminó el paseo en la playa, el concierto que empieza cuando los fanáticos ya no están. Me entiendo como un desajuste, un inoportuno que pudo ser pero que llegó muy tarde, muy temprano, que es muy alto o muy bajo, muy decente o muy bufón. Soy un bucle infinito que va más rápido cuando el mundo se detiene, que encuentra la calma cuando todos los demás han perdido los frenos, el que fue necesario en la catástrofe que ya pasó, el que será indispensable cuando ya no esté.

Entiendo el amor, como el arte de lo oportuno. Una suma constante de momentos precisos, una disposición milimétrica de variables que se encuentran. El amor, es la armonía entre la debilidad manifiesta y la madurez necesaria para afrontar el caos que precede al choque de dos mundos contenidos en pieles distintas; una casualidad que parece imperceptible, donde no hay cabida para los desajustes inoportunos, ni para las reparaciones irrealizables propias del Sísifo que vive aquí.

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