De lo Inútil
Camino en automático, a veces.
Como quien conoce su destino sólo porque sabe las coordenadas, aún sin imaginar el paisaje que le espera.
Hago malabarismos en una linea gris que a veces se torna roja y a veces invisible. Esperando caer por un lado u el otro, sin distinción, porque el esfuerzo de mantener el equilibrio me quitó la posibilidad de mirar el fondo.
¿Es un fondo rocoso, húmedo, rígido? ¿Es acaso césped verde y blando, con brisas cálidas?
No lo sé.
A veces me siento ciego, viéndolo todo sin poder detallar nada, pierdo la capacidad de distinguir colores, aún sabiéndolos. Como si su profundidad se difuminara en el vacío de su significado, y me invento estrellas azules, verdes y violetas, para no olvidar.
Las formas pierden su sentido interno, su conexión con el mundo que me rodea, y medio asfixiado por la falta de respuestas, distingo a lo lejos, borroso, como cada objeto cae en un hoyo negro, desintegrándose, desapareciendo sin ningún grito de auxilio, sin ninguna necesidad de existir.
¿Y si caigo también allí? ¿Se escucharían mis gritos contrapuestos en el desorden de todas las cosas?
A veces me siento sordo, aturdido. Como un ebrio perdido en un festival de rock. Sin reconocer a su alrededor la gente que salta eufórica, sin distinguir al fondo la música estridente que levanta los ánimos.
Las voces se confunden, adoptan propiedades físicas más visibles, se convierten en objetos indeterminados que se contraponen entre sí, con formas agudas o circulares según las vocales que la componen, con una funcionalidad u otra dependiendo de la cantidad de sílabas que no se escapan en el aire.
Y a veces me siento inútil.
Inútil en mis propios talentos, desperdiciando mis propias virtudes. Dejando pasar caudales de agua que me calmarían la sed que me quema, que solucionarían el todo acumulado de la nada que me intriga.
Inútil de voz, por no sonar tan fuerte, por no gritar tan lejos.
Inútil de vista, por no ver lo bello de lo simple, la misteriosa perfección que se despierta en la cama.
Inútil por no sacar la basura paulatinamente, cotidianamente. Inútil por esperar el estallido, el malestar, la enfermedad poética que desdibuja en el espacio lo importante.
Y entonces me levanto un día, queriendo ver lo que no he visto. Detallando la brillantez que le cubre el rostro a mi plan de vida, acariciando poquito a poquito la nariz pequeña que me respira el hombro, besando despacio desde los ojos hasta el ombligo, el cuerpo que me regaló la luna, la bruja de varios nombres y de muchas magias que me elige cada día.
Respiro, aún pesado, con los pulmones desacostumbrados a sentirse. Queriendo ser consciente de mi mismo, queriendo despejar la neblina que se acumula en las retinas, queriendo volver a intentar, queriendo volver a gritar.
Camino automático, a veces.
Para olvidar un rato que existo.
Pero a veces, cuando despierto, camino despacio, camino bailando, camino infinito.
A veces ya no hay inutilidades válidas, aveces, todo toma su lugar de nuevo, la fragilidad no me asusta, y despierto.
Como quien conoce su destino sólo porque sabe las coordenadas, aún sin imaginar el paisaje que le espera.
Hago malabarismos en una linea gris que a veces se torna roja y a veces invisible. Esperando caer por un lado u el otro, sin distinción, porque el esfuerzo de mantener el equilibrio me quitó la posibilidad de mirar el fondo.
¿Es un fondo rocoso, húmedo, rígido? ¿Es acaso césped verde y blando, con brisas cálidas?
No lo sé.
A veces me siento ciego, viéndolo todo sin poder detallar nada, pierdo la capacidad de distinguir colores, aún sabiéndolos. Como si su profundidad se difuminara en el vacío de su significado, y me invento estrellas azules, verdes y violetas, para no olvidar.
Las formas pierden su sentido interno, su conexión con el mundo que me rodea, y medio asfixiado por la falta de respuestas, distingo a lo lejos, borroso, como cada objeto cae en un hoyo negro, desintegrándose, desapareciendo sin ningún grito de auxilio, sin ninguna necesidad de existir.
¿Y si caigo también allí? ¿Se escucharían mis gritos contrapuestos en el desorden de todas las cosas?
A veces me siento sordo, aturdido. Como un ebrio perdido en un festival de rock. Sin reconocer a su alrededor la gente que salta eufórica, sin distinguir al fondo la música estridente que levanta los ánimos.
Las voces se confunden, adoptan propiedades físicas más visibles, se convierten en objetos indeterminados que se contraponen entre sí, con formas agudas o circulares según las vocales que la componen, con una funcionalidad u otra dependiendo de la cantidad de sílabas que no se escapan en el aire.
Y a veces me siento inútil.
Inútil en mis propios talentos, desperdiciando mis propias virtudes. Dejando pasar caudales de agua que me calmarían la sed que me quema, que solucionarían el todo acumulado de la nada que me intriga.
Inútil de voz, por no sonar tan fuerte, por no gritar tan lejos.
Inútil de vista, por no ver lo bello de lo simple, la misteriosa perfección que se despierta en la cama.
Inútil por no sacar la basura paulatinamente, cotidianamente. Inútil por esperar el estallido, el malestar, la enfermedad poética que desdibuja en el espacio lo importante.
Y entonces me levanto un día, queriendo ver lo que no he visto. Detallando la brillantez que le cubre el rostro a mi plan de vida, acariciando poquito a poquito la nariz pequeña que me respira el hombro, besando despacio desde los ojos hasta el ombligo, el cuerpo que me regaló la luna, la bruja de varios nombres y de muchas magias que me elige cada día.
Respiro, aún pesado, con los pulmones desacostumbrados a sentirse. Queriendo ser consciente de mi mismo, queriendo despejar la neblina que se acumula en las retinas, queriendo volver a intentar, queriendo volver a gritar.
Camino automático, a veces.
Para olvidar un rato que existo.
Pero a veces, cuando despierto, camino despacio, camino bailando, camino infinito.
A veces ya no hay inutilidades válidas, aveces, todo toma su lugar de nuevo, la fragilidad no me asusta, y despierto.
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