...
De nuevo esa incapacidad inconstante, absurda, demente; de
nuevo me pierdo en la mitad de una selva inventada y me dejó roer los huesos
por animales que no existen; siento de mis dedos saliendo gusanos, de mi barba
naciendo mil insectos y de mi cerebro saltar renacuajos miniatura con sabor a
moho endulzado. En mis pies veo tres serpientes y en mi pelo dos moscas a punto
de estallar. Las avispas no dejan de mirarme.
Salí a la calle hace poco, esperando con el aire puro de un
día de lluvia tranquilizar mis diminutos animales internos, mis mil mareas de
muerte y la imaginación desembocada por el silencio de los pensamientos. Sin
embargo la gente se movía frenéticamente, hablaban idiomas raros, gesticulaban
con los labios partidos y se vomitaban sobre sus lenguas largas y esquivas. Sus
ojos iban de un lado otro sin parar
saliéndose de su eje pero permaneciendo inmóviles observándome, a algunas, el
pelo les estrangulaba por el cuello mientras que a otras se les metía por la garganta
ahogándolos desde adentro, y yo en medio podía sentir casi sus entrañas destruyéndose
por el exceso de palabras que se tragaron y no quisieron decir.
Los edificios eran extraños, llenos de humedad sanguínea, de
trozos de carne y movimientos orgánicos con ruidos de estómago hambriento, las
puertas eran entradas de músculo, y las ventanas miraban a los transeúntes pasar
chorreando líquidos verdes y ácidos, todo combinado con un cielo púrpura que sonreía
todo el tiempo.
Sentía mil estómagos en mi cabeza, mil páncreas, dos mil riñones, mil hígados estallando, mil cerebros
en mi cerebro y solo un maldito corazón latiendo despacio como si no sucediese
nada. Eran mil personas dentro de mí moviéndose sin parar, sintiéndose en la
piel que se contraía y expandía con rostros humanos. Con mis seis mil órganos volando por entre mi
boca y mi laringe intenté bombear más sangre, moviendo los ojos y corriendo de
un lado a otro, gritando desesperado en la mitad de la calle llena de monstruos
amorfos, como yo.
Los transeúntes llevaban
en sus manos cada uno tres sonrisas
escondidas y encarnadas, y las mostraban al pasar dejando ver lo podrido de sus
dientes infestados de gusanos blancos, escondiendo cuchillos entre las encías y
apuñalando cada vez que podía a los animales que gruñían sin parar en las
esquinas. De la desesperación me arranqué el pelo, dejando correr la sangre del
cuero cabelludo, volviéndome diminuto en mis capilares, empapándome de caspa
vieja y grasa antigua, de pelos enredados y carne rasgada que me ahogaba en sangre.
Rasguñe mis huesos, los mordí, los quemé, y cuando termine me di cuenta que me había
comido la mitad del cuerpo de una mujer que no conocía pero que amaba, y que
tenía un sabor exquisito que casi me hacía vomitar de felicidad y terror, ella
sonreía con solo la mitad de su rostro, decía cosas que yo no entendía y me
limpiaba las mejillas llenas de piel que no era mía.
Corrí para alejarme pero cada paso me acercaba más a
frenetismos extraños, ojos rojos y saltones que explotaban al verme, dedos
flexibles y uñas encarnadas en la mitad de la frente, amorfos tomando café con
sus dientes en el zapato y sus tres brazos colgando del vaso de tinto. Y todo
era normal, menos yo.
Me arranqué la piel en frente de todos y sus cafés no se
regaban, no escuchaban los gritos y si lo escuchaban los acompañaban con cantos
sistémicos y hermosos, sentía mi piel rasguñada que ardía, me arranqué los
dientes y las uñas y me tiré contra un camión de manejaba mi mamá.
Desperté empapado en sudor, envuelto en sábanas, sintiéndome
extraño en la mitad de la habitación. Estaba amarrado, detenido por los brazos
con telas blancas, en los pies por cadenas plásticas y enrollado en un colchón;
mis paredes eran almohadas y olían a cloroformo, todo era normal, menos mis
brazos, mi cuerpo, mi vida. Yo era amorfo y deforme, y la vida seguía igual.
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