Un salto.
Lo primero que notas es un color grisoso en el reflejo del
espejo de baño al levantarte, se monta entre tu rostro y la superficie fría que
lo refleja, como si fuese mugre incipiente que habla muy despacio. Sin embargo
por ser la primera imagen del día no le prestas mayor a tención y te desnudas
esperando que el agua, como siempre, calme cualquier demonio que no se quiso
acostar a dormir en la madrugada. Apestas a alcohol.
Te metes a la ducha, está fría, aún húmeda por la última
persona que la usó, con ese aire a encierro de baldosas con luces amarillas;
sientes el agua venir por la tubería mientras giras la llave despacio, teniendo
miedo del choque directo te alejas un poco y tocas con las manos los escupitajos
primeros del grifo, esperas a que se caliente y te calmas, ya no eres deforme,
ya no tienes miedo, ya te lavaste, ya te olvidaste de ti.
Llegan las tardes, tan críticas y calmadas, hacen olvidar
las mañanas que ahora duran el doble y las noches que ensordecen la luna con
los gritos de las serpentinas rechazadas, con las respuestas directas del
insomnio insipiente de la cama y las agujas finas de verdades en la almohada;
no sabes muy bien por qué, pero ya no buscas el sol y ni las conversaciones
matutinas, te sientes tranquilo, mucho más de lo habitual.
Al pasar los días, el desvestirte en la mañana te genera
tedio y el vestirte luego es una tarea tan difícil que terminas de un momento a
otro una madrugada en la mitad de la cama sin una sola prenda mirando hacia el
techo sin pensamiento alguno en la mente; todo se empieza a quedar quieto, el
ruido se apaga, el silencio se enciende en los tímpanos y los gestos empiezan a
desaparecer paulatinamente. Eso se lo atribuyes al cansancio, a las mil cosas
que hay que hacer en el día y las mil pesadillas que acompañan las noches desde
hace varios meses.
Junto con esto mientras te haces idiota en las calles y distraído
en cada acera que pisas, la comida pierde sabor y el cigarrillo ya no sabe tan
bien, la cerveza empieza a llenase de espuma y te preguntas que tan necesario
es quedarse en el lugar en el que estás, que tan necesario es irse, que tan
absurdo es correr, que tan lógico podría ser dispararse en la cabeza con un
libro de Cortázar cuando ya ninguno de sus versos tiene sentido, cuando ya
prostituyeron hasta sus comas y le pusieron medias veladas a sus ideas
políticas junto con el brasier de látex que acompaña su gorro de paño azul.
Ahora todo te molesta, la luz, el sol, el frio que no se
define de la mañana al salir de casa y la neblina húmeda que te rosa los
labios, empiezas a odiar la media mañana, el medio día y la media tarde,
empiezas a odiar las medias y a caminar descalzo, a mirar de reojo y a
contestar tarde. Olvidas pronto que te
gustaba caminar sin camino, te irrita la noche, la cama, las sillas, los
libros.
Pasan unas semanas y ya no te lavas los dientes, no terminas
los libros ni escribes los ensayos que tenías que hacer, no hablas en
exposiciones y si lo haces se nota pausado, cansado, se nota pobre, se nota
distinto. Tus intervenciones frente a
todo se vuelven parcas, tus discusiones mundanas, tus afeitadas irregulares y
tus ganas de vivir intermitentes y suicidas. Te preguntan, sí, y todo lo
atribuyes al cansancio, al exceso de sueño acumulado y la cama incómoda de la
cual ahora huyes porque al acostarte se te hunden las costillas entre los
resortes y los pelos entre la espuma de ácaros que no dejan de caminarte por
los ojos. Ahora apestas más a alcohol.
Al final ya no hablas contigo, te alejas de las cosas, de
los objetos, de las personas, del espacio, del mugre, de la limpieza absoluta;
al final estás en un cuarto de hotel, leyendo poemas románticos acompañados de
un jugo de caja y tres cigarrillos arrugados que sacaste de por ahí. Al final
haces una mueca, una sonrisa fingida, una muestra del último trozo de humanidad
tardía, tomas una hoja, un esfero y te sientas en la esquina más mínima de la
ventana abierta del séptimo piso y escribes. Y ya no apestas a alcohol, el
golpe contra el cemento despeja de la piel el olor y un par de órganos adoloridos,
cierras los ojos, ya puedes dormir, soñar, comer, follar. Eres tú de nuevo al
despertarte, te duele un poco la mejilla
izquierda, seguro te golpeaste dormido sin darte cuenta y al mirarte en el
espejo olvidas el sueño horrible que no te dejaba despertar; te sientes
extraño, pero seguro el agua tibia te hace olvidar, solo estás cansado, no has
dormido mucho últimamente. Un salto más, y todo estará bien.
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