Consejos.
Si pudiera darle un consejo le diría que tuviese el valor de
ser feliz un segundo al día, de enfrentar la tristeza que conlleva la vida y de
gritar. Le diría, si quisiera escuchar, que busque el silencio en el continuo y
absurdo movimiento del mundo, por que llegará el día en el que se calmen las
trompetas que acompañan el camino que recorre y la única pastilla que detiene
la locura se encuentra en soledad.
Si quisiera, le haría el recuento de las veces que sufrió de
una felicidad obligada, del absurdo que nos une a todos en una línea curva y
rota, que no lleva a ninguna parte y nadie sabe para dónde va. Pero más aún, la
obligaría a pensar en los errores que llevamos a cuestas, en los hilos
profundamente cortos y rotos que están pintados de dorado, que se mueven con el
viento que golpea las ventanas, que huyen ante el peligro de vivir para pensar.
Podría, de algún modo mandarle una carta con la fecha de
caducidad de las palabras, con la receta para desintoxicarse cuando ya se han
ingerido, cuando no podemos vomitar. Le propondría de vez en cuando abrir la
boca cerrando el alma, le ayudaría a complejizar los sentimientos humanos, el
dolor del cuerpo, la falta de sueño, el exceso de alcohol.
Respondería su pregunta por el abandono de la tristeza en
los tiempos modernos, ahí donde creímos no necesitarla más en la cotidiana
forma de pasar la vida. Haría una tesis, por añadidura y sin buena sintaxis, de
las maravillas que se crearon a partir del despecho, de las resacas, de las
ganas de parar el mundo y poderse bajar.
Y es que nos quedamos con la alegría liviana y las sonrisas
sin profundad que caracterizan los sinsentidos, y botamos lejos el derecho
divino de la humanidad.
Si pudiera darle un
consejo le diría que hable con su espejo y deje de mentirse, que usted es
bella, que se vale llorar, caer, ahogarse y no querer nadar. Le diría que un
caldo de desaciertos es un concierto sin sonido que aprendemos a escuchar, y
que no está mal sentirse humano ni decirnos la verdad.
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