Plural



La verdad quisiera gritarle, sentirle los labios al mundo y no temblar sin razón. Quisiera moldear en mis manos un instrumento, un lamento para el mejor postor. Y quisiera no sonar extraño al decir que tengo en la garganta una metástasis suicida y que extrañar se ha convertido, sin más, en una estúpida forma de guardar las ruinas, de escuchar las liras y seguir bailando para ver a Roma arder. 

Me gustaría detenerlo todo y abrazar el tiempo, ver si así las palabras no atragantan ni ahogan, ni entierran en sus pequeñas mentiras las pequeñas sonrisas que nos parecían simples y que cuestan tanto. Ver, si de lejos el vómito verbal que no quiere salir se anima y nos acompaña en esta cena promiscua de rostros torcidos y orgasmos a medias, porque me gustaría robarle al minutero las cuerdas para hablar despacio y poder pedir perdón. 

Perdón a los sin-nombre que no me interesan, a la naturaleza que me pesa, a las pastillas que no me tomé, y a la gente que no abracé por incapacidad emocional e invisibilidad reiterativa. Perdón a los que no traté como debía, a los que sí, aunque con hipocresía; a los sintecho que les quité la sombrilla, a los hambrientos que no regalé comida. 

Me gustaría respirar con pulmones ajenos y llorar lágrimas que no me pertenezcan, acercarme, al menos un segundo justo antes de dormir, a los que no están, y a los que sí, porque todos están lejos, secos, cansados. Me gustaría embriagar la vida que viene, estar sobrio en la vida que va; pisar el desbarrancadero de los versos rotos, aplaudirle al abismo, cantarle a los males y sonreír.

Sonreír, como último acto de valentía.

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