+Cotidiano+

Todos los días despierto en un colchón hecho de gente muerta, de la que conozco y de la que no, de aquella por la cual pude hacer algo y no hice, y de aquella donde algo hice y no funcionó. Me despierto y aparto mi cabeza de la almohada rellena de ojos excitados, condenados a estar abiertos hasta que se les haga justicia, obligados a no parpadear por si alguien se atreve a sostenerles la mirada.

Despierto quitándome las sábanas de encima, pesadas como los huesos rotos que nadie ayudó a sanar, que no tienen condenas ni culpas. Despierto sudando por las cobijas creadas con el cabello de las niñas que ya no crecieron más.

Desayuno con las noticias de la masacre de moda, contando las cabezas que ya no pertenecen a sus cuerpos, buscando sonrisas en los dientes ensangrentados que ya no tienen labios que los cubran, en una obra surrealista de carcajadas de violencia desmedida. El café que me despierta lo cultivaron campesinos muertos, con familias muertas, en campos muertos. Sabe a montañas de locura; lo endulzo con el robo a mano armada que mató a papá.

De camino al trabajo escucho la sinfonía de lamentos medio rotos y medio impotentes, camuflados a veces en los insultos, los golpes, el odio que profesamos los unos por los otros. Escondido detrás del estrés está el sueño de matar a la mitad de las personas que me rodean, sabiendo que esa mitad sueña con lo mismo, y la otra se muere de miedo de que se haga realidad.

Bajo la ventanilla, aun sabiendo que el transparente protector del auto es lo único que me separa de un cuchillo atravesándome el pecho. No le tengo miedo a la muerte, le tengo miedo a morir viendo los dientes sucios y oliendo el olor a mierda del indigente que me vaya a matar. Inhalo sin ganas el smog de los carros que van en fila, con un rumbo fijo y sin destino aparente; siento el cáncer, abrazándome tranquilo, prendiéndome un cigarrillo con amabilidad.

Llego al trabajo, cansado.

El cansancio no se va nunca. Se queda cuando saludo al hipócrita que me cuenta su noche anterior, cuando saludo al jefe que se masturba en el baño en el almuerzo, cuando tomo otra taza de café, ahora extranjero para no sentir más culpas. Se queda cuando prendo el ordenador y escucho el ruido de mis suicidios cotidianos acercarse en forma de carpetas de trabajo; se queda ahí, cuando sonrío para que no me despidan, para parecer friendly, para ocultar mi inconsolable estado de mal humor.
Allí, donde paso más de la mitad de mi vida, donde se desperdician los sueños y al pudrirse los cambio por unos más acomodables, más cobardes. Allí donde el mundo exterior no existe, y tendría que dejar de importarme la milicia que mató a trecientos negros para probar un punto. Allí donde nadie comenta que el esposo de margarita la mató; luego de violarla la empaló, mientras escribía una carta a su abogado explicándole cuánto la amaba, y por qué necesitaba sacarle el corazón para comprobar que ella también a él.

Todos estamos anestesiados, todos nos abrazamos sin ganas. Los que tiene suerte ya no recuerdan nada, los otros, pasamos saliva cuando el olor a muerte que nos rodea se vuelve un poquito más insoportable, más molesto.

¡Cómo molestan los muertos que no son nuestros!, pero de los que tenemos toda responsabilidad.   
Vuelvo a casa, pero me detengo en una máquina del tiempo en forma de Bar, para tomar cerveza. La siento como lo único vivo, el único color brillante en el gris taciturno que me rodea; me gustan sur burbujas, cuando explotan y mueren, más víctimas del ambiente que de su destino, como nosotros.
Con la cerveza recuerdo mi niñez esporádicamente feliz, profundamente rota. Recuerdo mi primera novia y el beso largo en su sala de estar. Recuerdo las malas decisiones que guiaron las curvas que luego solo fueron caminos rectos. Recuerdo los momentos justos cuando pude decir ¡No!

Ya no queda nadie con quien hablar, pero todos hablan.

Hablan del plan que tienen para hacer un plan de vacaciones. De su plan de alimentación sana. De su plan de no seguir planes. Hablan del clima, del sol que calcina, del frio que quema, del viento molesto, de la lluvia de mierda. Hablan del mundo que está terriblemente mal porque ellos no reciclan suficientes bolsas plásticas, del deber humano de salvarlo todo, aunque ya todo esté jodido por haber intentado salvarnos ya.

Llego a casa con el mismo cansancio que tuve al salir, pero con más sudor, con más olor. Lo que cambia con el fin del día no es el nivel de cansancio, es su exteriorización.

Me quito la ropa, con la banal idea de que es el disfraz de oficina el que me deprime, y no mi incapacidad para inmolarme en la mitad del edificio. Se me acabaron los libros, ahora solo venden con temas de auto-superación. Es una carrera a muerte por la corrección política y la supremacía de mis acciones sobre las cordilleras de porquería que me lanzan al vacío. Soy yo el que fracasa, no la policía que asesina mujeres, no el ejército que mató líderes sociales, no el congreso que se burla de todos los demás.

Soy yo el que pierde, no el banco que me vendió la idea de una casa propia. No el vendedor de autos que me dio uno que no puedo pagar. No mi familia que prefería ver reality shows que leer a Víctor Hugo, no mi padre que maltrataba a mi madre, no mis amigos que se llenaron de alcohol.

Soy yo el que no aprendí, no la profesora que odiaba a sus alumnos, ni el psicólogo que decidió irse de juerga el día que le iban a enseñar a tratarme bien. No fue la falta de dinero, el exceso de equipaje, la manía de no poder dejar nada atrás. No fue el sexo sin nombres, las mujeres sin camisa, el alcohol sin endulzante, las agujas sin esterilizar.

Me acuesto, en el mismo colchón cubierto de muertos, con las misma sábanas color hueso y las mismas cobijas de niñas muertas que ya no pueden jugar.


No sueño, me amputaron esa capacidad

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