Salvarle la vida a un suicida.

Dejé de creer que era importante salvarle la vida a un suicida. Lo hice aún sabiendo que no hay vida que valga más que aquella que conscientemente quiere acabarse, lo hice sabiendo que las lagrimas de los que quedan no compensan las lágrimas que ahogaron al que se fue. Dejé de tirarle sogas a los náufragos de mi vida, resignado vi cómo morían los que se resignaron a morir, y en la apología de la muerte que todos aceptan, entendí que ya todos estaban muertos antes de decidir que salvarlos no era tarea mía.

Acepté sin remordimiento que los adictos necesitan jeringas y no cariño ni comprensión. Recalculé las veces que una sobredosis se llevó algún amigo y recordé los ojos desorbitados de las mujeres que me amaron sin saber mi nombre, que se fueron sin haber llegado y me dejaron allí donde todo empezó.

Encontré en los recuerdos que escondí por vergüenza, la fuerza de las palabras que cobardemente utilicé para construir una mentira. Escarbé en la falange amenizada de admiración que me tenía, solo para darme cuenta de que la foto del inicio y el final de una historia ambivalente de misantropía no era equivalente al desprecio que sentía el espejo ambiguo de lo que soy, ni era siquiera una odiosa comparación con los futuros posibles que no fueron.

Describí, solo al final de un camino construido con trozos del vidrio, que el camino que caminé descalzo no era el adecuado, y que el retorno más cercano estaba a cien años de distancia, luego de haber pasado el semáforo de esperanza de vida que no me llega a la mitad.


Reescribí los títulos que le dediqué a la adicción a la heroína, esos que eran parte esencial de un mundo mejor. Reescribí el amor que se suicidó por falta de morfina e intenté reescribir el odio que me abraza el corazón; solo para encontrar entre los borradores sin publicar, que las palabras escritas ya no perdonan, y las que no se escribieron siempre tuvieron razón. 

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