Su sonrisa. - Cuento corto.
Luego me senté, ya sin
fuerza en un asiento viejo que tambaleaba de un lado a otro como si no quisiera responder al peso muerto de mi cuerpo. Estaba exhausto y de la mano me prendía
una tela blanca y percudida con un borde de rosas que amenazaba con deshilarse.
Era de noche y estaba perdido, vacío, confundido por lo que había hecho,
desnudo ante el mundo y ante esa sonrisa que me perseguía sin ninguna tregua y
me llenaba las noches de pesadillas amables y turbulentas.
Le había gritado a la mujer que amaba, la había golpeado y
la había arrojado lejos de mi vida con tal desespero que tuvieron que sedarme
para que la dejara en paz. Había perdido mi empleo, mi hogar y mi vida por una sonrisa invisible para todos, excepto para mi.
La primera vez que la ví estaba sentada frente a mí, rígida y silenciosa; tenía la mirada fija en una pared intencionalmente, particularmente para no determinar a nadie a su alrededor. Llevaba un vestido rojo, del mismo tono de sus mejillas encendidas que contrastaban con el frío intenso y concentrado de aquel salón.
La primera vez que la ví estaba sentada frente a mí, rígida y silenciosa; tenía la mirada fija en una pared intencionalmente, particularmente para no determinar a nadie a su alrededor. Llevaba un vestido rojo, del mismo tono de sus mejillas encendidas que contrastaban con el frío intenso y concentrado de aquel salón.
Era mi primer año en la universidad y la gente
corría de pasillo en pasillo buscando sus clases, sus amigos, su futuro
prometido. Al principio pensé que aquella mujer se había equivocado de clase y pronto se
levantaría y se iría dejándome con un amor de 4 minutos y medio perdido para siempre;
sin embargo, las clases empezaron y
tenía el placer de verla en muchas de ellas durante toda la semana. Me vestía
bien, hablaba con cuidado y pensaba cada cosa que hacía para darle una buena
impresión, si preguntaba algo, yo lo sabía, si tenía hambre, le regalaba mi
comida sin problema y le abría las puertas de cada salón.
Nunca me vio, nunca me saludó ni me determinó durante los
seis meses del primer curso. Con el tiempo me perdí de ella, adelanté varias
clases y empecé a trabajar en mi tiempo libre. Dediqué gran parte de mis días a
escribir y con el pasar de los meses me
olvidé, al menos en parte, de su pelo desordenado, dorado y brillante. De su cuerpo esbelto y
distante, de sus ojos tan comunes como vulgares y aun así bellos y perdidos en
las paredes de cada clase. De su sonrisa, que tanto imaginaba y que nunca había
visto más allá de mis delirios todavía razonables, juveniles.
En la mañana tomaba
litio con Coca-cola y en la tarde un anti-psicótico con cigarrillo; las noches
según el frio las acompañaba con una cerveza o un Ron añejo a medio tomar. Por
su parte, la mujer sin sonrisa asistía a eventos de caridad y se lavaba los
dientes tres veces al día; comía verduras y evitaba las carnes rojas. En el
gimnasio duraba dos horas y en la ducha apenas 15 minutos queriendo guardar
agua para los niños de otro lugar.
En dos años tuvo tres novios, atléticos y de buen nombre,
de un coeficiente menor al promedio y un apellido que valía por dos. Ella salía los sábados en su bicicleta y partía rumbo al oriente por
las viejas calles que tropezaban con las montañas hasta el barrio antiguo donde
descansaba de la luz del sol en un restaurante donde servían té natural. Por la
noche, con las pocas luces de su habitación y el cabello húmedo aún por la
ducha, su piel pecosa y blanca parecía cristal virgen, intocable e inmortal.
Imaginaba todo esto de vez en cuando al olvidar mi
medicación la noche anterior. Me sentaba bien imaginarla en su cotidianidad
desmesurada, ejercitando mi mente en actividades comunes, intentando desnudarla
un poco en su misterio. La verdad era que no sabía nada sobre ella, solo su
olor de martes en la mañana encerrada en
un salón, sus mejillas rojas la mayor parte del tiempo y su deliberada y
descuidada forma de ignorarme.
Durante algunos meses la quería ignorar de repente y seguía mi
vida sin ningún contratiempo, escribiendo sobre cualquier cosa que valiese la
pena, sumido en mi absoluta nostalgia por cualquier cuestión. Al olvidarla me
sentía vacío, sin rumo, con ganas de correr a enlistarme en cualquier ejercito
del mundo; al olvidarla ya no era yo, ya no escribía, ya no quería sonreír.
Las primeras veces que sentí ese desatino en mi cerebro, pensé que estaba obsesionado, pero luego entendí que era un vacío en ella lo que
me perdía de mí mismo, un faltante en su figura, una incompleta y resaltada marca en su totalidad. Un misterio tras sus labios que se había negado a
ofrecerme, una palabra sin letras que yo quería ver. Su inexistente sonrisa me
desvelaba en las noches, me desconcentraba los días y me arruinaba cada comida
sin importar la hora o el lugar.
Empecé a buscar en cada
rostro, en labios ajenos y en espejos rotos, una sonrisa que se adecuara a su
cara redonda y su capul de medio lado. Detallaba a cada persona que pasaba
junto a mí y me acercaba sin notarlo a las mujeres para medir con mis malos
cálculos matemáticos los centímetros entre la nariz y cada extremo de los
labios; Imaginé mil veces qué curvatura podría tener y qué tan blancos podrían
ser sus dientes. ¿Separados, juntos? ¿Alargados, cortos? Cada día una hipótesis
nueva se apoderaba de mí y en la noche perdía su fuerza obligándome a seguir
intentando.
Fallo tras fallo intenté buscarla en la universidad, en
las calles aledañas, en los barrios cercanos. Se había ido hace ya bastante
tiempo y en mi afán de encontrarla no la vi pasar a mi lado. Me había
acostumbrado tanto a tener su imagen presente en la memoria y su pelo brillante
frente a mí que no pude ver la persona real que había desaparecido sin ningún
rastro de los salones de clase, de los lugares comunes donde deliberadamente me ignoraba.
¿Hace cuánto no respondía sus preguntas de clase sobre
Foucault? ¿Cuándo fue la última vez que le abrí una puerta para que pasara?
¿Hace cuantos días no me tomaba mis pastillas de la tarde?... Comencé a dudar
de su existencia, de su nombre, de sus curvas; Comencé a ver sus manos pequeñas
en la niña que se había sentado los últimos 9 meses junto a mí. Su pelo era la
mezcla del peinado de una profesora de los martes y el color de los atardeceres
Bogotanos cuando no llovía. ¿Y su sonrisa?, me faltaba, por que no había un fragmento de otro cuerpo que puediera poner ahí.
Pregunté a todos sobre ella, su nombre, su descripción,
nadie podía responderme porque yo mismo no sabía explicarme, no sabía hablar de ella. No sabía en en qué clase la había visto, ni donde fue la última vez que la vi. ¿No entendían mi pregunta? ¿No conocían a esa
mujer? Miles de preguntas se vomitaban en mi mente y detenían las respuestas
posibles por una especie de “constipación intelectual”; estaba muerto, sin
ideas, sin voz. Volví a terapia y conté todo con miedo en las entrañas, con la
infantil esperanza de que apareciera de repente su silueta en la ventana
sonriéndome - ¿Sonriéndome? - y me hiciera pasar por estúpido o por descuidado, y no por loco como ahora.
Pastillas azules tres
veces al día, amarillas dos veces al mes, una cita con el psiquiatra los lunes
antes de la primera clase y una con el psicólogo los viernes al terminar el
día. Terapia de socialización de ves en cuando según la mejoría y buscar desesperadamente
amigos por lo menos a la hora de almorzar - ¿A qué hora? - A la que digan los
demás. Sonríe, no hables de ella y sigue todas las indicaciones, seguro así te
pones mejor - ¿Estábamos mal? - Eso dicen los profesionales.
Seguir el hilo de una conversación sin interés y parecer
amigable era agotador, algunos días ni siquiera podía seguir enfocando la cara
de quién me habla y la pesadez siempre
estaba presente bajo mi pelo, en mi cuello, en la garganta ahogándome cada vez
más. Temblaba todo el tiempo y ya no podía responder a preguntas sobre casi
nada, ni siquiera sobre mí; escribir era una osadía más allá de los primeros párrafos
y ya no hablaba más con el espejo. Ya no la recordaba aunque quisiera, ni
siquiera esa noche en la que creí verla bailar en la puerta de salida de un bar
del norte de la ciudad.
Sí, ahora asistía a los bares de luces parpadeantes y
felicidades contadas. La última semana de cada mes se celebraba un pago que no
duraba media noche y se lloraban las materias perdidas y los problemas
familiares. Me levantaba temprano y físicamente no podía trasnochar, mi cuerpo
era débil, cansado, austero y normal. Lo cotidiano era lo único que realmente
tenía sentido y ya no me gustaban las novelas de Dostoievski ni las reflexiones
metafísicas de ningún autor. Era normal, absoluta y rotundamente normal.
Las veces que intenté suicidarme ya no alcanzan para
describir cuanto amaba mi vida, mis amigos, la mujer inexistente que ya no
estaba, Bajó la dosis y las citas menguaron luego de un tiempo, todos estaban
orgullosos y yo sonreía siempra al menos como acto reflejo. Su sonrisa
todavía me perseguía en el fondo de una memoria herida por los químicos, en el
fondo de mis labios que solo querían rozarla y mi lengua discapacitada y sin saliva
que necesitaba una botella de agua con sal cada ciertas horas al día. Era
farmacodependiente y de vez en cuando drogadicto, alcohólico ocasional y
fumador social. Era todo un universitario promedio, con una IQ promedio y a
punto de tener un cartón para colgar.
Aunque la veía en
algunas esquinas rotas de mi vida mesurada, voltear la vista y mirar la lluvia
con café en la boca y nicotina en el cerebro me ayudaba a ignorarla. Conocí a
una mujer de carne y hueso muy bella y cuidadosamente distinta a ella; sonreía
todo el tiempo y no hacía muchas preguntas, un ser humano ejemplar y una novia
cuidadosa de mis problemas mentales y el horario de mis pastillas. Le gustaba
el sexo y la poesía desorganizada del siglo XXI y disfrutaba decididamente de
los días festivos.
Nos graduamos juntos y al poco tiempo conseguí
trabajo lejos de la casa de mis padres y me mudé al segundo centro de la ciudad
junto a una iglesia gótica en reconstrucción y un millar de vendedores
ambulantes y rateros de turno. Jeff, como yo la llamaba, se pasó a mi pequeño
apartamento y teníamos una buena vida sin mayores comentarios. De vez en cuando
yo pintaba las paredes con ojos gigantes y me despertaba a media noche con la
decisión ya tomada de saltar por la ventana para evadir esa sonrisa inagotable, inexistente; la veía, no voy a mentir, la veía
en cada rincón de la casa y en cada papel arrugado por mis errores.
Jeff me amaba, lo sé, y yo a ella también hasta donde
recuerdo, pero mi cuerpo se había hecho resistente con los años y las pastillas
azules ya no hacían tanto efecto. Un día la vi de nuevo, pero todo parecía normal,
todo estaba en su sitio y yo estaba medicado, era real, no importa cuánto me esforzara en negarlo. Estaba en la mitad de una calle transitada cerca a mi apartamento frente
a un mostrador de ropa mirando fijamente un vestido colgado de un maniquí.
Estaba hermosa en su realismo, con su cabello dorado y mono a medio peinar y
sus mejillas rojas en una piel blanca que destilaba sueños y gritos en mi
interior.
Alta, quieta, en silencio cual cámara lenta en mis ojos
atónitos y expuestos. La seguí durante varios minutos hasta que entró en un
edificio más allá de la gran avenida y corrí desesperado para hablarle, para gritarle que no desapareciera nunca más. El estrés y el miedo intenso se mezclaron con los medicamentos
y el café de la tarde; francamente no era un deportista y al llegar me tropecé en la entrada del edificio. El estruendo
fue terrible al caer sobre las plantas que adornaban un jardín en miniatura
haciendo que ella saliera y me viera en el peor estado que había estado desde
que me enamoré, - ¿De ella? - Yo creía que no.
Su cara aterrorizada y unos raspones en mi cara se juntaron en una escena borrosa de
fragmentos rápidos, ella estaba arrodillada frente a mi y yo hacía mi mayor esfuerzo por enfocarla con mi nariz partida y el corazón estallando por la presión. Me recompuse
lo más rápido que 4 años de medicamentos y excesos de alcohol me lo
permitieron; me senté en los ladrillos del jardín en miniatura y ella solo me
observaba en silencio junto al guardia que había salido por el alboroto. Parecía que nadie quería hablar y yo
solo podía pensar en las promediadas 4380 pastillas que la mujer que tenía en
frente me había hecho tomar.
Pensaba en la manera de decirle que la había estado
buscando, que me había arruinado la vida sin saberlo y había hecho de mí un
normalísmo sin retorno por no poderme sonreír. Veía sus pies, sus pantorrillas
y las rodillas que sostenían mi alucinación y no podía levantar la cara, no
podía volver a salir de mí. Cuando escuché su voz de nuevo, me recorrió el
recuerdo de la felicidad constante y las preguntas sin respuesta. ¿Por qué
nadie sabía de ella? ¿Por qué nunca la volví a ver? Al irse me desmoronó la
vida y al volver la recompuso solo para terminar de tirarla al caño, junto con todo lo que yo creía que no había sido real.
Me dijo que me conocía, que me veía siempre pasar y que
durante años pasó frente a mí en las clases de la universidad. Dijo que siempre
quiso hablarme pero al acercarse yo huía y me perdía en
una multitud cualquiera sin saber por qué. Estuvo buscándome durante mucho tiempo,
hablándome sin que yo la pudiera escuchar; dijo que un día se puso en frente
mío y al abrir la boca para pronunciar palabra notó que yo no la veía, no la
encontraba entre mis ojos y la ignoraba por completo. Yo había perdido la
capacidad de verla y ella las ganas de hacerlo, y solo ahora luego de tanto, la
medicación y la terapia perdían su efecto.
Por eso no sonreía, por eso miraba la pared, por eso se
escondía en las esquinas, por eso se fue de mis ojos un día de tantos en los
que creía que estaba “sano”. Yo estuve callado durante su confesión,
respondiéndome, durante sus palabras resentidas y sus experiencias mal logradas
hacia mí, solo la miraba queriendo tocarle el rostro, queriendo sentir su
aliento para saberla real una vez más. Con el movimiento de su boca me centraba
en detallar sus dientes, en imaginar la sonrisa que aún no me podía dar.
Me pidió una explicación
y se la di en su apartaestudio, lejos del guardia entrometido y del jardín, se la di mientras pasaba la hora de mi
siguiente pastilla, mientras pasaba la noche y llegaba el día con sus
madrugadas. Le dije que no supe describirla porque en mí no estaba la banalidad
más pura de su aspecto, le dije que nadie supo entenderme porque aun siendo ella
real yo seguía estando loco. Le dije que me había obsesionado con los
centímetros entre su nariz perfecta y el inicio de sus mejillas envueltas en
color, le dije que me disculpase, que se había ido el efecto del medicamento y
con sus ojos yo volvía a ser un poeta y pude vislumbrar como se movía el
extremo izquierdo más delgado de sus labios, con el miedo propio que genera un
desconocido, con la firme seguridad de mi falta de maldad hacia ella.
Me ofreció whiskey en una copa y con los sorbos mis
palabras eran más pausadas. Había pasado tanto tiempo embriagado de pastillas
que el alcohol solo me dejaba la lucidez de su recuerdo vivo y su olor cada vez
más penetrante en mi nariz; cuando terminé mi historia ya era madrugada y la
música seguía sonando al fondo, junto con la botella ya medio vacía que había servido de "puntos y comas" para mi voz. Se levantó y me tomó de la mano, tan cerca
cómo pueden estar dos cuerpos bailó y me tomó la cara, puso su frente en la mía
y bajó su cabeza apenas unos milímetros alejando su nariz de la mía, dejando separado
su mentón. Bajé la vista y vi sus labios con la luz azulesca del sol aún
dormido... ¡sonrió!.
Era una sonrisa liviana, escondida, en silencio y armonía
con el mundo. Una sonrisa de dientes

La abracé tanto como me dejaron mis brazos y la tuve en
mi papel y mis letras el resto del día. Me fuí caminando libre, sudado, calmado y por primera vez en años, prestando atención. Estaba sin baño, sin comida ni
pastillas, estaba en la calle tirado a mi felicidad absoluta y sin decoración
alguna, estaba con su sonrisa, estaba con mi locura y no necesitaba más. Fui a mi cita matutina con
el psicólogo de turno, le hablé sin miedo y sin afeitar, le hablé fuerte,
digno, le hablé de la sonrisa la noche anterior.
Al llegar a casa Jeff
tenía dos policías y un doctor en la sala, me abrazó con lágrimas en
las mejillas pero su contacto se sentía como un ardor insoportable y tuve que
apartarla, ya no la sentía. Todos preguntaban algo distinto y el ruido ensordecedor no me dejaba
articular palabra, estaba cansado y hambriento, estaba sudado y sin saliva en
la boca para hablar. De camino a la cocina me siguieron sin dejar de preguntar,
serví agua sin escucharlos enloquecido por alivianar la sed que me estaba
consumiendo.
Jeff me tocó de nuevo y de nuevo la aparté, todos
empezaron a gritar y yo dejé de escuchar el exterior. Movían sus bocas con
violencia y sentía su aliento y las gotas de saliva chocándome con fuerza, yo estaba concentrado, y todo estaba en silencio, en completa ausencia de vida y de interés.
Luego todo fue muy rápido; solo abrir mi boca las palabras salieron naturalmente, frenéticamente lo dije todo, lo grité todo. Jeff gritaba al unísono enfurecida y en sus ojos se notaba el cansancio de tanto amor que me tenía y todo el daño que le había hecho salía de repente con sus lágrimas, como purgándola de las malas decisiones de su vida. Me enfureció que me amara, que quisiera al bulto de mierda con pastillas que yo representaba, pero ¿Qué más conocía de mí? Nada, igual que el mundo.
Luego todo fue muy rápido; solo abrir mi boca las palabras salieron naturalmente, frenéticamente lo dije todo, lo grité todo. Jeff gritaba al unísono enfurecida y en sus ojos se notaba el cansancio de tanto amor que me tenía y todo el daño que le había hecho salía de repente con sus lágrimas, como purgándola de las malas decisiones de su vida. Me enfureció que me amara, que quisiera al bulto de mierda con pastillas que yo representaba, pero ¿Qué más conocía de mí? Nada, igual que el mundo.
Me acerqué y la golpee sabiendo que terminaría todo, que se alejaría para siempre y me dejaría solo. Me exorcizaba
con su dolor y arrastrándola por el apartamento con los puños de los policías en
mi espalda la empujé de nuevo, y de nuevo, y de nuevo. Era una metáfora del divorcio absoluto que quería dejar claro con el resto del mundo, con lo que me ataba a él. El doctor luego me inyectó en la garganta y no
recuerdo más. Nunca quiso volver a verme, como dije, y al contar mi historia a los
doctores dicen que no hay tal edificio, ni tal guardia, ni tal jardín, ni tal
sonrisa; yo aprendí a seguirlos, a entenderlos para que me dejaran salir.
Aprendí que a los paranóicos también los persiguen, y me fui.
Aprendí que a los paranóicos también los persiguen, y me fui.
De vez en cuando la visito, la veo, la siento sonreírme desde lejos. De vez en cuando se me aleja y luego vuelve. Descubrió que no es constante, y que tyo no necesito que lo sea; descubrí que en un instante nadie la ve, y se desvanece.
Estaba exhausto y de la mano me prendía una tela blanca y percudida con el nombre de un hospital. Era de noche, estaba perdido, vacío sin saber por qué. Le había gritado a la mujer que amaba, la había golpeado y la había arrojado lejos de mi vida. Había perdido mi empleo, mi hogar y mi vida por su sonrisa. ¿Valió la pena? Sí, valió la pena, aunque si ella no quiere, nadie más la pueda ver.
Estaba exhausto y de la mano me prendía una tela blanca y percudida con el nombre de un hospital. Era de noche, estaba perdido, vacío sin saber por qué. Le había gritado a la mujer que amaba, la había golpeado y la había arrojado lejos de mi vida. Había perdido mi empleo, mi hogar y mi vida por su sonrisa. ¿Valió la pena? Sí, valió la pena, aunque si ella no quiere, nadie más la pueda ver.
Pablo Castro Abril.
Me gustó mucho. Es bueno pasar por aquí a veces y encontrarse con golpeteos fuertes en el pecho y nudos fijos en la garganta. Gracias, Pablo.
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