Cuatro Cerezas
Era la última noche, del último día del mes, del último año
en que la vio, no recordaba su rostro más que por fugaces momentos de lucidez y
le costaba mantener firme en su nariz el olor de su piel; en el fondo de la
maleta gastada color verde sucio, estaba media botella a medio abrir y la rosa
carmín desteñida de nostalgia y revivida con los tragos de una muerte lenta,
pero segura, como una tortuga en la ciudad; el colibrí se perdía en las
murallas raspadas y el astuto zorro encontraba a su madre en un burdel, pero
él, hambriento de placer, se restregaba con el recuerdo cada que la luna le
permitía desnudarse el alma, acariciarse el pelo y rasguñarse la piel.
Su amante lo había llamado, después de tanto, después de
irse sin decir nada, había vuelto a besarlo en la noche y quererlo de día, con
sus frutas secas y su amor al ron; había pasado a decirle “mi vida” él quería
que dijese “mi amor”, pero de la noche desnuda al día embustero le pidió que se
quedase un segundo en la mitad de la calle, que no se moviese, que la obra comenzaría
y él tenía que actuar.
Para quién dolor siente, tres goticas de brandy y media
botella de ron, ocho cajas de Malboro y cuatro poesías sin sabor; que le sirvan
al despecho siete cifras de jabón, que se restriegue muy profundo el vodka en
la garganta, que se saque de la mente las seis copas que tomó. Antes de
embriagarse en gasolina y prenderle fuego a las mariposas, que mire las rosas creciendo
en la mitad de los dedos, y que vea sus pasos en la mitad de los pies.
Lo besó, lo quiso como nunca antes junto a su árbol favorito,
y en la mitad de un orgasmo violento le clavó sus lamentos en forma de puñal en
la tercera costilla, le besó con su alfiler ardiente el estómago tibio, le dejó
penetrarla por última vez.
Era la primera lágrima de su primer amor, en el primer
cuarto de hotel con olor a carbón, no sabía que decirle al destino, si las
consecuencias eran tantas y las raíces tan pocas, si de la mitad de los
desenfrenos cometidos no recordaba más que las historias que le contaban. Era la última
botella del primer bar de la esquina, el último sorbo de la primera copa, el
primer beso de su segundo amor; era de noche y casi de día, ya no bebía, ya no
podía encontrar la salida, ya le habían cerrado por defunción.
Ella buscaba demente cuatro cerezas en un árbol muerto,
nunca se había convencido de querer vivir de pie, había pasado la vida sentada
en sus piernas, había pasado la mañana saltando en sus pies. Recordaba con nostalgia
pura y no tristeza, al hombre barato a quién amó, el desdichado virtuoso que se
obsesionó con sus mejillas rosas y su color salmón; el hombre que había matado la noche anterior, haciéndolo
escribir una nota que decía “perdón, se me fue la vida detrás de sus ojos, como
se me va ahora detrás de las luces de un farol”, gustaba de los momentos
perfectos, disfrutaba clavando cuchillos y leyendo a Baudelaire, la mala combinación
de la vida en un beso, pero ella se sentía tranquila, ¿ya para qué penas si la vida
acabó? Ese día se levantó con la muerte de su amado, era el regalo que le había
pedido para la noche de bodas, para que le durara la vida un poco más que la
muerte, para tenerle en cenizas y contar una historia, para sonreírle al pasado,
para querer el pecado y no ponerse a llorar con un hombre vivo, desgastado e inútil;
quería querer al inmortal, quería amar al inmoral, quería matarlo, quería volar.
El atónito había aceptado tirarse de lleno hacia la oscura locura
que conducía su amada, ella decía que lo tenía que hacer, él no entendía, no
quería entender, pensó hasta el último instante que frenaría, que lo besaría y
le diría “mi amor”. Para ella ya era su cuarto amante, su cuarto inmortal, por
eso buscaba cuatro cerezas más en el árbol muerto, donde plantaba los huesos de
su atropellado amor; le gustaba el sabor de esa fruta envuelta en ron blanco. Y
el quinto ya venía, y el quinto ya llegó.
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