Extraños
Era un Motel y estaba encima de un Bar, al lado tenía una
Iglesia, y en la esquina estaba Florencia acompañada del mar; en la calle yacía
Lucrecia, y le cubrían tres billetes la entrepierna y el ombligo, bebía vodka
fino y vendía racimos de uvas para
acompañar; eran los siete pecados capitales, y uno que otro de más.
-No tienes una buena actitud para esto, tal vez es mejor que
te vayas de una vez- dijo ella casi sin voz y cansada de discutir sola,
chocando sus palabras contra cinco paredes, cuatro de concreto y una de carne y
hueso – No puedes esperar que las cosas mejoren así – soltó, como dejando salir
un suspiro decepcionado que no tiene lugar en el mundo, un último respiro de resignación
donde antes habían mil tramos de aire puro, donde ahora se encuentran ahogándose
la razón y las ganas, ganas que se fueron extinguiendo poco a poco en cada beso
y cogida que tuvieron, cada palabra bonita, una peor que la otra, en un
desgaste permanente que no pudo notarse sino hasta que de repente, ya no se
perdía el uno en el otro, ni se encontraban los dos en ningún lugar; los besos
ya no sabían a nada, y aunque nunca hubiesen tenido sabor, ahora lo sabían, y eso
los dejaba indefensos frente a sí mismos, mirándose irreconocibles el uno para
el otro, sin poder hablar, pues cada palabra dicha no pasaba más que por el
roce de un extraño que ya no acogía con agrado nada más que su propia voz.
Se habían convertido en dos extraños que se conocieron la entrepierna,
dos personas cansadas de sí, que recordaron que el amor como salvavidas solo
salva vidas cuando hay algo que salvar, y aquellos dos ya estaban perdidos
antes de encontrarse, y besarse de repente no cambiaría las cosas tan
radicalmente como las primeras veces creyeron que lo hacía. Dos extraños
sentados en la cama, desnudos, avergonzados y cansados; dos extraños que no
miraban a otro lugar que no fuese el piso, la pared manchada y la ropa tirada,
dos extraños que no se atrevían a mirarse entre sí, ni así mismos, pues se les
había caído el encanto del rostro y verse la cara resultaría tan fatal y
dramático como singular y vacío. No se miraban, pero no por rabia, ni por odio,
no por tristeza, no se miraban más bien porque si lo hacían, verían al otro
lado a una persona que nunca antes habían visto, una persona sin forma, que se
exaltaría, que buscaría huir, verían un cuerpo colgando detrás de unos huesos,
verían algo peor que la muerte, verían, un amor muerto, y para eso no hay
remedio ni cura alguna, pues ni siquiera el Whiskey podría sacar un sabor a
amor muerto de la boca.
“When you strange” decía la canción “People are strage”, y cuánta
razón tenía. Eran extraños de sí mismos y ni su nombre conocían, se sentían
incómodos, como si el cuerpo que habitaban no fuese suyo, miraban sus dedos,
movían sus pies, pero esa sensación impersonal no se alejaba ni un milímetro más
allá de sus ojos, ojos que se asemejaban a ventanales grandes por donde “un
verdadero yo” se asomaba angustiado queriendo salir. Si somos extraños, las
personas a nuestro alrededor también lo serán, como ahora lo eran el dúo de
cama, que sin saberse suyos se habían vendido y ahora recobraban el sentido del
mal comprador.
Él se ahogó una noche en vodka y cambió su nombre a cantina y
su dirección al Motel, se burló de sí mismo y se le acabó la función a tres
cuadras de Verónica, con tres puñales y
una copa a medio llenar; ella, escribió tres cuartas partes de un libro y lo
archivó, quemó su vida y sus alas rotas, se embriagó cada día con sus noches,
jurando parar solo cuando la resaca fuese más fuerte que ese rostro metido en
la mitad del cráneo, o cuando se le estallara la cabeza de tanto amar a un
extraño con sabor a cristal.
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