Estático.



Es sábado festivo, día de fiesta en la ciudad, en el país, es un sábado que no parece sábado y un festivo partido a la mitad, no sirve para tomarse una cerveza como los sábados matutinos, ni para descansar como los festivos del calendario,  la ciudad se siente incómoda, en la mitad de un vacío perfecto y una multitud de sueños que llenan las calles, se siente justo como no debería sentirse, pareciendo desamparada, tranquila, callada. A medida que pasan las horas, caen en las avenidas las nostalgias y se rebotan por las alcantarillas junto con las poesías inconclusas de una metrópolis errante que destroza poco a poco las vidas en su interior.

Yo no me siento, hace un segundo podía hacerlo, pero ahora, sentado en una silla roja de un bus rojo en una Bogotá roja, me siento perdido en una ventana de melancolía y causas perdidas, me veo mirando a gente cansada, en unas llantas desgastadas y un conductor a punto de dormir. En el frente dice “último Servicio”, en la estación ya nadie atiende, ni habla, ni mira, las puertas ya casi cerradas por completo dejan escapar los últimos seres incómodos con la soledad de un festivo, esa soledad insípida y embustera que esconde en sus callejuelas ladrones de sueños, enamorados vacíos y baldíos en forma de azafrán, y depresores y deprimidos, y perdidos que se encuentran, y cuchillas calladas, y estruendos sin lugar.

En el centro del Centro, en su mitad, redundante como sus miserias, las plazas se visten de amarillo oscuro entre faroles viejos, de indigentes inseguros, de plásticos baratos y monumentos implacables llenos de basura y recuerdos, la monumental séptima esconde subterráneos macabros y calles abandonadas a su suerte, y yo no me encuentro, pero un estruendo si encontró su bala  y esa bala si encontró su pecho, en el fondo de la callejuela abandonada del antiguo edificio de ferrocarriles que ahora funciona como monumento al fracaso de una Grecia Latinoamericana que sufrió el mismo destino de los intelectuales baratos que se pierden, que se funden y se van. Un Indigente, señor de la calle, gamín sin retorno, de esos que ya no tienen gestos por lo percudido de sus rostros y lo hundido de sus almas, de esos que cuentan historias que nadie escucha, de esos que nadie llora; un indigente calló sobre su suelo y sus cartones, en el antiguo edificio de la callejuela  rota, con un ruido sordo de cañón, nadie está por ahí, no hay nadie cerca, no se escuchan pasos, ni motores andando, no se escuchan sirenas,  solo la aceleración del bus en un semáforo en rojo, los murmullos curiosos frente a la ventana, la miseria de un cuerpo en la mitad de la nada, y la ciudad sigue, y las voces se apagan, y ya nadie recuerda, y ya a nadie le importa.

Yo no me encuentro, y no hay nadie que se baje conmigo en la parada número 18, camino tranquilo, sin prisa, sin viento, la noche es estática y no hay gente en las calles, no hay nadie que pueda escuchar, hay una silla de piedra y al frente una esfinge con un reloj en la punta, no cuenta las horas ni los minutos, estoy en un lugar perdido, no hay nada que me diga que estoy vivo, no hay una señal que me dicte el camino y yo me siento a llorar.

Lloré por mí, por ella, lloré por las calles azules en el Bar que cerró por falta de audiencia, lloré por los libros que no leí, por los que terminé muy rápido, por lo que hice lento; lloré por lo que se me fue de las manos, por lo que agarré con los pies, por lo que me falta y lo que me sobra, por lo que escribí y lo que no, lloré por las tildes que no puse, por las acentuaciones que le faltaron a mi vida, y las erráticas discusiones que siempre quise tener.

Lloré porque quería, por ser un festivo en un día de fiesta, por no encontrarme, por olvidar perderme y terminar aquí. Dejé de hacerlo ahogándome en Litio, y aprendí a nadar usando de bote salvavidas tres pastillas de Prozac con agua dulce debajo del mar, llegué a la tierra usando las letras, y aprendí a volar con hojas escritas, y empecé a cantar entre las nubes, y aprendí a llorar en la ciudad, entre gente que no entiendo, que no soporto, la mujer que amo y las botellas de ron.

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