Disperso en Bogotá.




El calor del encierro en movimiento había acostumbrado mi piel a un estado de somnolencia que solo el libro en mis manos podría detener, un estado que bajo la presión ambigua del aburrimiento matutino abarca la mitad del viaje de regreso a casa; unos minutos antes, la había dejado en el mismo lugar, con esa sonrisa característica de sus labios, con ese caminar particular que llevan mis ojos detrás suyo, haciéndome muchas veces chocar contra las paredes o las personas, no gusto de ser distraído, pero es algo que no puedo evitar, las ventanas, las palabras, las pantallas y los letreros se insertan más allá de mi retina haciéndome pensar en mi mismo, en cómo podría escribir a cada momento, como si fuese yo no más que un libro de infinitas páginas, a veces pienso en estudiar ingeniería, para ingeniarme un dispositivo que lea mi cabeza y retenga mis pensamientos, luego, pienso más bien en estudiar filosofía y convertir todo eso en un aspecto más de una loca y aburrida teoría que traumatice a los estudiantes, pero no, estudié psicología, y sí, eso me dispersa más aun de las rígidas cuestiones de la vida.
Al salir por la puerta automática que se abre burdamente en cada estación sucia y llana, un frio ensordecedor cubría la ciudad, un frío que hace poco no tocaba mi cuerpo, no sabría decir si no lo percibía por tener tal compañía, o si simplemente apareció de la nada para abrazar las calles y llenarlas de melancolía; lo que sé, es que ahora estoy permeado, y cada vez que cierro un libro, mi mente empieza a narrar cada pasó, como si fuese parte del último capítulo que leí, sin embargo, todo se borra rápidamente por mi poco prodigiosa memoria; Las personas caminan tenuemente sobre los charcos invisibles de lágrimas sin regar, hablando de una u otra cosa sin prestar atención  a nada, ni siquiera a sí mismos, se notaban tan descuidados, sus pelos enmarañados en baja virtud y sus pasos torpes como su mirada, la niebla se acerca a sus caras, los roza, los toca, y casi puedo ver como ese metálico viento fantasmal y su olor peculiar los viola sin mirarlos, pero estos, siquiera pueden respirar para seguir con su existencia.
La luna desde hace cuatro noches brilla con mayor intensidad, como siempre, las luces de los faroles gastados opacan la vista de los impíos, obligándolos a mirar sus embarrados pies y pensar en el mañana, yo por mi parte carezco básicamente de objetivos claros para cada día, solo algunos abstractos y fantasiosos que prefiero mantener en secreto y solo decir y replicar al oído a sus orejas rojas y pequeñas, a veces a la derecha, a veces a la izquierda con una curiosa expansión, pero siempre, solo a ellas, orejas que guardan y saben más de mí que yo mismo; como decía, al carecer de objetivos, presto atención a casi cualquier cosa, no una atención medida y provocada, más bien una atención distraída, como un lente borroso que sigue siendo lente a pesar de ser borroso. El suelo de la estación es deforme, escuálido e inestable, las baldosas se hunden con los pies, recordando que son pocos los que sobreviven a la desesperanza de este lugar, advirtiendo, que a cada paso en esta ciudad hay que abrir bien los ojos, así como yo los cierro para caminar.
El clima es lo que más pensativo me deja esta noche, pareciera que la tierra se hubiese movido millones de kilómetros hacia el otro lado del mar, parece también, que este lugar a adoptado casi el mismo aspecto del invierno oscuro de las antiguas ciudades; el frio es penetrante, cual filo de aguja oxidada en un mar de vidrios rotos, como una cachetada del viento con guantes de acero en las nalgas del andén donde toman cerveza los desalmados, y aún así, en medio de tan peculiar momento, nadie parece notar que todo a cambiado, y que en la mañana, todo volverá a la normalidad, parece que se han expropiado los cuerpos de las gentes, sus ojos se han cerrado ante los detalles, y el reloj se los ha llevado tan lejos que les ha causado autismo futuro en el pasado presencial, pero no todo es así, me detengo un segundo, unos pasos antes de entrar en el edificio para descansar, la luna tiene trescientas líneas plateadas a su alrededor, con un giro de colores violetas surcando cada una de sus fluctuaciones, sus cráteres, son tas específicos que parecen capítulos de un viejo libro sin escribir, páginas en blanco que se llenan con los versos de sus dientes y sus labios de sus besos y su piel.
El tiempo se detiene, como se detiene el frio, la ropa no pesa y los pesos ropa no tienen, los pesos son descaradamente desnudos y se prostituyen en las llantas de los carros, porque son pesos y por eso pesan, pero aquí no hay eso, aquí no hay mundo, hay más bien miradas, miradas entre la luna y mis ojos, y puedo ver mis miradas en el viento, puedo ver el calor en un momento, las hojas moviéndose para no molestar, el ruido alejándose sin respirar, los pulmones se tensionan y el vapor de los cigarros del día salen a descansar, yo pienso en escribir la historia, yo camino hacia adelante y hacia arriba, y por un momento me doy cuenta de algo que no había notado, una coincidencia más que me veo obligado a explicar, la razón de las líneas de esta noche.
Pararse delicadamente a siete pasos de la entrada número ocho de color azul, frente al árbol viejo pero enano que en la penumbra carece de colores distinguibles, y mirar hacia el oriente, donde las montañas rodean la ciudad y se estrellan con el cielo negro y azul de profunda credulidad, deja ver la luna estrecha, saliendo al principio de la noche, sobre el lugar donde ella descansa, el mapa lo muestra y yo lo distingo, el lugar donde sale la luna en esta ciudad, no es ni más ni menos que su hogar, y donde se esconde, al otro extremo de las calles en madrugada, es mi lugar, mi occidente perdido del mundo, un camino lunar que nos toca a ambos, en una coincidencia que solo alguien muy disperso podría encontrar.

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