Relatos de un Indigente III
Pasaba la medianoche patinando entre la neblina y el acero
de las rejas de los buses, el frio de la noche era casi tan sofocante como el
calor del medio día, su homólogo perfecto de luz amarilla que llenaba de
confianza a los que tenían techo, su homólogo amado por poetas y poetizas de
siglos pasados, su homologo y hermano envidioso y lleno de odio por todo el
amor que recibía. La idolatría y el ruido se centraban en su sol y su olor a
pasto seco en un domingo de tranquilidad, mientras tanto, la medianoche se comía
los sobrados y se alimentaba de los pocos hombres que deambulaban hora tras
hora y día tras día por su cuerpo deforme y su luz de plata, a él también le
habían hecho poemas, pero la mayoría silenciosos y depresivos, tal vez los más
bellos solo por el hecho de que la gente los repudia, como repudia todo lo que
les rodea al despertarse.
Me levanté sudando frio, una pesadilla asolaba la poca
cordura que me quedaba, una pesadilla que se repetía cada vez que mis ojos se
cerraban, atormentándome y torturándome poco a poco esperando a que gritara de
dolor, pero esta es una ciudad que nunca duerme, un monstruo con miles de
brazos y miles de piernas que devora todo lo que encuentra a su paso, y así las
cosas, no podía darme el lujo de gritar o ir al psicólogo a preguntarle sobre
mí; las bolsas de basura seguían en la calle, y pasaría tres horas antes que el
camión las recogiera, así que empecé de calle en calle y de bolsa en bolsa a
buscar algo que comer, plátanos podridos, pedazos de pan duros y uno que otro
trozo de carne lleno de gusanos y cubierto en mierda, un completo manjar
comparado con el bóxer que había perdido por descansar un poco.
Hace ya dos días que ese hombre extraño se había muerto, y
no podía dejar de pensar en su suerte, me imaginaba su alma vagando en la
ciudad invisible para el resto de entes que conviven aquí, pero luego recordé
que todos somos así, cosas invisibles las cuales no generan mayor problema,
entes sin vida que vagan sin lugar, un fantasma con carne y harapos encima. Sin
embargo, para mi desdicha había alguien que si se percataba de nuestra
existencia, habían fulanos que solo pensaban en nosotros como plagas, ínfulas
de vengadores frustrados y jueces mal pagados tenían dichos hombres de las
camionetas negras, encapuchados como ladrones de bancos y armados como
guerrilleros de loma, escondidos como ratas invalidas y cobardes como
cristianos sin iglesia, aun así y con todas estas cualidades, correr era la
única opción al verlos pasar despacio como en reinado buscando muertos para sus
santos; Uno de esos muertos podría ser yo, así que me embutí la comida podrida
y con la poca saliva que tenía mi boca me la trague para dirigirme hacia un
callejón pequeño y oscuro, esconderme ahí y esperar que no encontraran mi
cuerpo ni mi olor, mi vida dependía de la muerte de otros iguales a mí, un
juego macabro donde el que más aguanta más vive para contar su historia.
Recuerdo dos hombres entrando al callejón donde me
encontraba, tenían las peculiares características de los fulanos sin nombre,
hablaban susurrando y caminaban muy despacio, paso a paso estaban más cerca de
mi lugar, más cerca de la basura donde me escondía y pasaba la noche, la
neblina era densa pero escuchaba sus pasos, sus siluetas se dibujaban en danzas
mortíferas cada vez más grandes y cercanas; pasaron a mi lado y casi me
pisaron, pero aun así no pudieron verme, no sé explicar si las bolsas de basura
me cubrieron o sus gafas no tenían mucho aumento, pero siguieron de largo y
voltearon más adelante, yo mientras me levante desconcertado; aun para mis asesinos seguía siendo invisible,
aun para los marginados no era más que un montón de mierda articulada que
caminaba buscando alguien con quien hablar.
Un fantasma, eso era yo, un eco del tiempo desagradecido que
en silencio lamenta no gritar y no ser mudo, no escuchar y no ser sordo, no
poder reflejarse o dejarse ver, nadie hablaba y nadie escuchaba, nadie siquiera
se molestaba con mi presencia, empezaba a pensar que yo no estaba allí, que mi
lugar era otro y esto solo era un sueño entre mis sueños, y la pesadilla, solo
era una loca manera de despertarme de este pabellón psiquiátrico al que llaman Bogotá.
Se escuchan disparos, y en el silencio retumban por todas
las callejuelas sucias y húmedas; en las casas, el gentío aprieta sus sábanas y
cierra los ojos con más fuerza, esperando que una bala no les roce los sueños;
en la calle, todos damos un salto pequeño, imperceptible, en la calle nos quedamos
inmutados, escuchamos el golpe seco en el asfalto, las latas del costal de la víctima
cayendo en un estruendo único y cautivo, los pasos acelerados, el motor
encendido y las llantas andando, para luego, solo frenar unos cuantos pasos después
y saludar al oficial. De arriba mandan dinero para limpiar la ciudad, le pagan
a calvos, a encapuchados y reinsertados, le pagan al diablo y le rezan a Dios.
Llega poco a poco el sol de madrugada, frio entre sus llamas
y mediocre en su calor, la noche ha dejado ya tres muertos y un fantasma, los
policías en su afán de terminar turno los arrojan en una bolsa y los remiten a
algún lugar, a nadie le importa, a nadie le preocupa, a nadie le dicen quienes
matan y quienes mueren, el ruido ya se apodero de estas calles y mis labios
secos necesitan respirar, decidiré caminar en otra dirección, una que no
conozca, una que no haya visto, una que me lleve lejos, sin importar a qué
lugar y tal vez, quizá, me haga despertar.
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