Relatos de un Indigente I
No importa quién muera, de todas formas todos nos volveremos a encontrar”
solté su mano y sus ojos se cerraban para emprender un nuevo sueño, uno tan
profundo e indescifrable, como las palabras dichas por los reyes cuando sus tronos
caen en desgracia; me levanté débilmente, esperando que alguien me tendiese su
mano, pero no, eso no pasa en estos días, así que tome lo más humano que
encontré para recostarme y atrapar algo de calor, una pared llena de afiches de
conciertos y eventos pasados, una ventana rota y sucia.
Mire a mi alrededor, unos cuantos indigentes se acostaban desfigurados
sobre las calles húmedas y grises, una fogata improvisada cubría de una luz vil
la plaza donde me encontraba, algunos dormían, otros gritaban, algunos
simplemente se sentaban a dejar que el tiempo pasara, algunos otros afortunados
podía intoxicarse con heroína rebajada para no sentir el frio y las caricias de
una ciudad suicida como la nuestra; caminé lentamente por entre la basura y las
moscas, el olor parecía insoportable, pero mi nariz ya no funcionaba bien por
tanta cocaína, así que no necesitaba poner tanta atención a eso.
Las ultimas pertenencias de mi acompañante yacían en mis manos, y yo,
buscaba ansioso a alguien a quien pudiese cambiárselo por algo de pegante, para
así poder dejar de sentir tanta hambre, ya que, como veía las cosas, no comería
en mucho tiempo todavía, había ruido, pero todo era silencioso, sin el ruido
matutino las voces, la ciudad parece solo ser un eco sin sonido; y solo se
escuchan las miserables bocas con unas miserables palabras de oro, personas
libres, personas que no son personas, como el resto que duerme en camas, pero
que se bañan en la mañana; llegué donde el viejo hombre sin dientes y
barbudo que proveía a todo el barrio de drogas de todas las clases y formas, le
mostré mi mano ensangrentada y me miro sin atención sacando una bolsa plástica
azul, muy sucia, y la puso frente a mí, me arrebato las cosas, y puse la bolsa
en mi boca, me quemaba los labios, y se adhería a mí, con el paso de los minutos era más difícil
quitarla de la barbilla, pero la razón empezaba a dormirse, el frio a
consumirse, y la luna a acariciarme levemente, insoportablemente, recordándome
porque estoy aquí.
El día traería cosas peores que los monstruos de la noche, esas personas
sin alma que transitan por aquí y por allá, esas que no miran, y si miran lo
hacen con terror, esas personas que dan asco, esas personas sin alma, esas que
un día morirán, para que alguien llore por ellas. ¡Infelices todos! Yo soy
libre de morir cuando me plazca, yo tal vez seré el único en este lugar que
nadie llore ni recuerde, el único que no se encadena a este mundo, el único,
que pudiendo morir sigue viviendo cada día, el único, que puede decir, que
siente algún amor, no amor romántico ni duradero, no sé si inmortal o
placentero, solo amor, del más simple, del más barato, ese amor por la nada,
porque no hay nada que se pueda amar mejor que la nada, esa nada sin rostro,
sin carne, sin materia, sin esencia, esa nada que no juzga, esa nada que
debería ser todo, esa nada que quisiera yo un día lo consumiera todo ante mis
ojos; llega el día y con él, la noche de los tristes, la noche del amor hacia
la nada, y el final de otro relato sin misterio ni objetivo, un relato hacia la
nada, esa única que lee mis palabras, esa única que me escucha, hasta cuando no
tengo nada que decir.
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