relatos de un Indigente II
El día había empezado, aunque para mi parecía haber terminado hace pocas
horas, gente extraña y de olores raros pasaba frente a mí con rapidez, como si
la vida fuese en serio, hacían gestos y de vez en cuando rompían su silencio placentero
para hablar por sus aparatos, unos que los consumían como nada más podría
hacerlo, unos que son más peligrosos que la droga, que acaban con lo más
importante de un ser humano; esas pantallas que generan una vida más miserable
que la que llevan, pero que los hunde más allá de los controles, de las
molestias, que siempre deja un vacío en el estómago; un mundo insatisfecho para
gente insatisfecha, para gente que no es gente.
Estaba sentado en un andén de piedra mientras los buses pasaban a mi
lado, mis pies estaban descalzos, y chocaban con un pequeño charco que se
dirigía sutilmente hacia la alcantarilla, un agua gris en la cual habían
piedras diminutas flotando, pedazos de papeles ya sin forma, y uno que otro
bello pedazo de mierda abandonado; tenia sed, y hace ya dos días que no llovía,
no podía despegar de mis labios la bolsa que había canjeado la noche anterior,
así que la arranque quitándome un pequeño pedazo de piel de mis labios, la
sangre intento salir en vano, pues el mugre ya cubría todo mi rostro, pero aun
así me ardía como si estuviera vivo, como si sintiera algo que fuera real;
haciendo la forma de una tasa improvisada con mis manos tome el agua del charco
y la dirigí hacia mi boca, el sabor era peculiar, una mezcla entre tierra,
metal, barro y cosas que se movían entre mi lengua y mi garganta, mire al
cielo, tan gris como el agua que tomaba, y pensé de nuevo en el viejo hombre
que cayó en mis manos ayer, sus palabras “nos volveremos a encontrar”,
resonaban en mis oídos de manera insoportable, y caían a mi estómago formando
nudos que se confundían con los gérmenes restantes de la poca comida que había
comido en los días anteriores.
Pasó a mi lado un hombre alto, esbelto, muy limpio en su exterior, con unas
gafas impecables y un traje azul oscuro que le sentaba muy bien, me miro de
reojo, y siguió de largo, pero unos metros más adelante se detuvo y quedo
inmóvil durante unos segundos, yo no dejaba de observarlo, dio media vuelta y
se acercó hacia donde yo estaba, bajo la calle, y se agacho para quedar cara a
cara.
- ¿Tiene hambre? – me
pregunto de repente, esperando respuesta con una mirada expectante.
- ¿Ud. que cree?- le
respondí con un cierto grado de altanería que no puedo explicar.
- Camine.
Se levantó, y me tendió la mano, lo mire con extrañeza, como si mirara a un
extraterrestre, uno al cual no le daba asco tocarle las manos a alguien como
yo.
Lo seguí por las calles arrumadas de gente que no es gente, sin pronunciar
una sola palabra, nos detuvimos en una pastelería situada en una esquina, el
entro, y unos instantes después salió con una bolsa y me la entrego.
- Y ¿por qué? – le
pregunte recibiendo la bolsa y abriéndola rápidamente
- Porque me voy a
morir, porque nunca he creído en dios, y porque tengo miedo de no tener nada
que decir a la gente que me visite cuando esté en una cama sin poder moverme –
dijo rápidamente, con miedo y con rabia. Dio de nuevo media vuelta y se marchó
rápidamente por donde había aparecido.
Comí pan, jugos, y unas tortas que habían en la bolsa, casi no me entraba
la comida, mi estómago estaba cerrado, pero aun así comí, mas por las
palabras que me dijo, que por el hambre que amenazaba con hacerme desmayar.
A veces la gente que no es gente se preocupa cuando ve el final de su
camino – pensé- toda una vida sin ningún remordimiento y de repente empiezan a
molestarse por los demás, solo por el hecho de enterarse que su vida no vale
más que un papel arrugado, o mejor aun, que no vale más que la vida de un
indigente como yo, que no tiene miedo a esas cosas de la vida, será tal vez
porque no tengo un hogar, o quizás porque olvide mi historia, porque cada noche
muero, y cada día podría morir, mi cuerpo no es nada, pero el de esa
gente tampoco, por eso no me miran, o me miran con desprecio, porque en el
fondo saben…saben que somos iguales, y nos podrimos igual, y terminan oliendo
igual que yo cuando se caen en su ataúd y todos lloran por ellos sin poder
hacer nada al respecto, pues las lágrimas no lavan la carne muerta.
El día había pasado rápido, la comida lograba en mi un efecto
tranquilizador, así que me acosté en una silla de piedra e intenté
dormir, esperando que fuera pasada la media noche para salir a empezar a
caminar, pues por estos días los carros se detiene al vernos, y al que tiene
suerte le disparan y se lo llevan, a otros, un poco menos afortunados los
golpean hasta desfigurarles más la cara, supongo que será porque miran mucha
televisión, o quizás porque nunca han dormido en una calle sin esperar nada de
la vida ni la sociedad, sociedad que ellos creen nosotros dañamos, pero que en
realidad ya está así desde que ellos nacieron; como sea, espero no me toque
esta noche, como hace ya un día le toco al que algún día “volveré a ver”.
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