.Ruido.
El ruido es enfermizo, se encuentra y fluye por cada rincón escondido de cualquier habitación, se masturba con los oídos adoloridos que se escapan del control de los vivos, el ruido se engendra, se da, se viene, el ruido aplasta la mitad de todo y genera la mitad de nada, es un ente de vibraciones pulsadas de sangre, de desespero y hastió, cualquier movimiento lo despierta, lo llama, siempre se encuentra, entre lo más interno y podrido del cuerpo y lo más externo y divino del cielo, entre cada paso y asfalto hundido, entre el agua su presión; el ruido, pequeño fragmento de tierra que se expande, pequeñísima parte completa de la soledad, terapeuta opcional del esquizoide y patrimonio del artista. Ruido, falta de silencio, falta de ti.
Codificaciones perdidas que no se entienden ni se encuentran, zonas de seguridad, oídos parlantes, lenguas húmedas, dientes amarillos. Ruido, conflagración de ideas en vómito puro, desangramiento total del cerebro. Ruido, en la cabeza, se revuelve con la sangre, se mezcla con los placeres de la muerte en cada neurona con la mala vida que nos damos. Ruido, veneno grosero, grotesco, veneno lento, rápido, de fiebre, de objetos que se mueven, que se van.
La conocí un día, una tarde en la mitad de un pasillo, en la mitad de la nada en una ciudad perdida, no habían estrellas, no habían luces, el sol se escondía, la luna no salía, el calor era solo un residuo corporal sin alegría, el frio solo pasaba de vez en cuando merodeando entre sus piernas, no había gente, todos estaban cansados, menos yo, menos ella.
Yo no estaba cansado porque no había hecho nada, como el día anterior, como el siguiente día; ella no lo estaba por no estarlo, por no estar en nada, no era muy activa, tampoco pasiva, no era sincera, no sabía mentir. Fina como un hilo que corta la carne, como las fibras de vidrio de la navaja 3.50 que llevo en el bolsillo, fina como mis ganas de matarme, casi imperceptibles.
No la saludé ni me saludó, no hablamos, no miramos, ni nos notamos más allá del tedio, de la frustración de estar allí, fracasados en medio de la nada completa y la dramatización de un teatro que no entendíamos. Dos días después me despidieron, junto con ella, en la misma oficina diciendo las mismas cosas, sin nombrarnos, no noté su nombre ni ella el mío, solo noté sus zapatos desgastados y las medias rotas debajo de una falta a la rodilla, no levanté la cara, no la vi, no era yo.
Por esa época no fui más que un estorbo para mí mismo, gracias a mí no viajé ni salí de mi habitación, gracias a mí no comí, gracias a mí vomité cada día a las tres de la tarde el Whisky barato que se me iba por los pulmones. Por esa época había dejado su vida atrás, justo al lado de la mía, justo donde comenzaba la partida más larga abandonamos con un trago de cigarro y una aspirada cara todo lo que querían de los dos.
Nos sentamos en la misma tienda, en la misma esquina a tomar café, a los dos nos sacaron por fumar, yo no protesté, ella tampoco.
Me dijo que le quedaban dos días en la habitación rentada a dos cuadras de mi casa, yo le dije que tenía aún dos botellas por usar.
Yo la amé, tanto como un hombre ebrio puede amar a alguien que apenas conoce, tanto como cualquier desdichado ama la última bala que le prestan para matarse justo antes del final de temporada de verano y visitantes fastidiosos. La amé tanto como nunca nadie la había amado, aunque yo ya hubiese amado igual, la amé como se aman a las luciérnagas en las nocturnas de Bach, justo antes de tocar “tormenta” justo antes de orinar “novena”.
Brindamos por el amor, el mío por ella y el suyo por que la amase, sí, no me amaba tanto como amaba la idea de que la amaran, y eso me gustaba.
Se fueron los dos días, se fueron los recuerdos, se fueron las botellas y la mitad de una media de terciopelo que rompí para ahorcarme, se fueron sus sueños con el último sueño, se fueron sus ojos con una cuchilla 3.50, se fueron sus labios uno por uno contando hasta cuatro por cada cuarto del motel, se fueron sus dedos brillantes y limpios, se fueron sus dientes, se me fue su piel.
Dentro de cada frasco guardé a mi amor, dentro de cada tarro guardé alcohol, para que no se fuese, para que no muriese, porque era bella, y el tiempo no perdona más que la muerte una caricia, porque quería que fuese bella cada día del verano y cada noche de mi invierno, porque las rosas es mejor quemarlas, porque la vida es mejor matarla, porque la rosa que queda se le van los pétalos junto a su perfume, porque las moscas la pican a medida que el tiempo pasa, porque ya muchos bichos la habían picado, la habían inyectado, porque no quería yo que esta fuese otra historia de recaídas, por eso la enfrasqué, por eso la maté de madrugada entre suspiros, por eso tome su pierna separada de su torso y la llené de azul, luego de verde y finalmente de fuego, porque de regenerar no sé y yo solo esperaba saber mi momento y mi lugar, como quién a la hora de la cena espera desayunar, porque yo esperaba de mi vida una muerte y tuve dos, porque cada destino es distinto, el suyo era el mío y el mío se murió.
Prendí todo junto conmigo, prendí su vida con la mía y nos vi sonreír, nos vi decir “adiós y allá nos vemos”, nos vi besándonos de nuevo pero sin tristeza, en otro lugar, muy lejos de acá, del mugre y del polvo, nos fuimos juntos y con nosotros se estallaron quince más, se me fue la vida y la detuve un instante, me metí en ella, y ella dijo “Gracias”…
La conocí otro día, una noche en la mitad de un pasillo, en la mitad de nuestro todo, de una ciudad divina, llena de estrellas, llena de luces, el sol no salía y la luna acompañaba cada trazo de su piel, el calor se extinguía plácidamente entre su ropa y la mía, el frio reconfortaba nuestra piel quemada, no había nadie, solo yo, solo ella.
Y tú, ¿quién eres? , me dijo brillante y tranquila, ¿yo?, yo hoy no soy nadie, pero ayer seguro si lo fui.
Comentarios
Publicar un comentario
Habla amigo, y entra.